RAMON PEÑA
Esta semana, en la ciudad de Palmira, Siria, las hordas del llamado Estado Islámico destruyeron a golpes de martillo una monumental escultura en piedra calcárea del siglo I a.C., conocida como el León de Atenea, que presidía la entrada del museo de Palmira, declarado por la Unesco Patrimonio Mundial de la Humanidad. Para sus victimarios, una sola razón: aquella era una representación venerable creada antes de la Hégira, fecha de la llegada del profeta Mahoma a Medina en 622 d.C. Por consiguiente, un despreciable objeto de culto contrario a la “fe verdadera”. Tal es el razonamiento del fanatismo islámico, que también practican los seguidores de otras idolatrías intolerantes.
En Venezuela también sabemos de fanatismo. Un profeta iluminado y sus mesnadas demolieron a golpes el monumento esencial de la modernidad venezolana: la Institucionalidad, viga maestra de la vida republicana antes del fanatismo revolucionario. Como el León de Atenea, todas las instituciones: jurídica, legislativa, moral, militar, económica, construidas en cuarenta años de democracia, tenían que ser derribadas porque correspondían al antiguo credo democrático, incongruente con la nueva religión: el fascio-comunismo militarizado. Este modelo, con el antifaz de una anacrónica invocación de bolivarianismo, no resultó más que un pastiche de culto a la personalidad, poderes públicos cortesanos, intolerancia, anomia, anarquía y corrupción incontinente.
Los jihadistas criollos no cesan de honrar las enseñanzas de su profeta. Nada menos que el propio Presidente del Parlamento venezolano, utiliza, no un martillo, sino un mazo (“Con el mazo dando”) para destruir -en público como los esbirros islámicos- todo vestigio de legalidad. Esta semana, por ejemplo, con descaro, utilizó conversaciones telefónicas grabadas ilegalmente para embestir contra los infieles que disienten de su régimen.
La democracia venezolana no enfrenta un adversario político, se trata de una horda fanática, históricamente atrasada, como los salafistas del Estado Islámico.
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