ANIBAL ROMERO
Acabo de concluir la lectura del libro de Gabriel Ruan Santos, destacado abogado y académico, sobre su antepasado tachirense y también jurista: Abel Santos y su tiempo, otra cara del andinismo, obra publicada en Caracas hace un par de meses por la Academia de Ciencias Políticas y Sociales y coauspiciada por el Salón de Lectura de San Cristóbal.
Deseo articular algunas reflexiones suscitadas por este estudio biográfico, que aparece en momentos tan complejos y desafiantes para el país como los que ahora vivimos. Más que realizar una reseña, quiero expresar mi reacción ante la historia que allí se relata y su significado pasado y presente.
Como expone el autor al explicar su propósito, procuró ubicar al personaje biografiado en su contexto sociopolítico, intentando dar cuenta con un sentido de equilibrio de las circunstancias en que se desenvolvió la existencia de ese venezolano de la época de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, dibujando el marco histórico, evaluando los problemas que enfrentó y las respuestas que ante los mismos formuló el protagonista de la obra.
Ruan avanza en su relato sin ocultar las contradicciones y polémicas de una vida, la de Abel Santos, que se explayó en la política, en el ejercicio de la abogacía, en importantes tareas dentro del campo de las finanzas públicas y de la diplomacia, así como –y de manera muy importante– en el esfuerzo civilizatorio, luchando con perseverancia en un medio lleno de dificultades.
Corresponderá a cada lector hacerse un juicio propio sobre los logros y limitaciones del esfuerzo del autor del libro, a objeto de preservar una perspectiva crítica en torno a un personaje al que le unen lazos familiares. De mi parte, creo que se trata de una obra ponderada y pedagógica, que alcanza un justo balance en las apreciaciones y que me ha llevado a pensar de nuevo con cierto orden y rigurosidad acerca de nuestro proceso histórico, a comparar los retos de ese tiempo, que luce tan lejano, con las tormentas que actualmente acosan el panorama venezolano, y a hacer un recuento de lo que como nación hemos logrado, perdido, recuperado y vuelto a perder a lo largo de nuestro convulsionado devenir.
La Venezuela de Castro y Gómez fue en lo esencial prepetrolera, y ello nos traslada prácticamente a otro mundo, a una dimensión de nuestra historia que sin duda se encuentra distante, pero que a su vez no podemos dejar de lado en el empeño de entender adecuadamente nuestras actuales turbulencias. Conocer ese pasado es vital para diagnosticar el sistema nervioso de una sociedad que experimentó cambios traumáticos, a raíz del impacto del petróleo sobre todos sus circuitos vitales, pero que a pesar de esas grandes transformaciones continúa ligada a etapas anteriores, que están allí y que no cesan de ejercer un influjo intangible pero real sobre el acontecer de hoy.
Como tantos venezolanos de entonces y ahora, Abel Santos quiso contribuir al progreso del país. Y como tantos venezolanos de entonces y ahora Santos se vio tentado, y quizás también se sintió empujado a ello en vista de las apremiantes circunstancias que le rodeaban, a hacer su aporte mediante la participación política. En dicho plano, como siempre, contrastan las luces y las sombras, y no dejan de mostrarse las tan frecuentes frustraciones, exilios, carcelazos, retornos y reinicios que forman parte de una historia –la venezolana– repleta de desencantos, pero también surcada las por recurrentes esperanzas de hombres y mujeres de excepción.
El libro pone con claridad de manifiesto el carácter con no poca frecuencia implacable y destructivo de las polémicas políticas, que se producían en un país plagado de penurias, así como las reiteradas y hondas divisiones entre los pequeños grupos y escasos individuos que en aquél momento poseían la capacidad y la cultura para vislumbrar y dar forma a un propósito común de la sociedad.
La política es crucial para la existencia colectiva, pero algunas páginas de la obra que comento hicieron preguntarme si una nación puede sostener la convivencia entregando sus energías fundamentales al conflicto por el poder político. Pienso, más bien, que solo si la política se despliega en un espacio limitado, que no perturbe y asfixie otros ámbitos de la existencia social, es capaz una sociedad de salir delante de modo civilizado.
Me refiero a lo que posiblemente intentaba decir el agudo y original filósofo político inglés Michael Oakeshott, fundador del Departamento de Gobierno de la London School of Economics, cuando afirmaba que el gobierno debe actuar en la sociedad como el ajo en la gastronomía: “Solo debe notarse su ausencia”. Es decir, la política, el Estado y los gobiernos deben cumplir su misión, que no debe transgredir los espacios de la libertad.
Conozco en líneas generales los debates históricos acerca de la figura y el tiempo de Juan Vicente Gómez, y las encontradas tesis sobre lo que se logró o dejó de hacerse durante ese largo período en lo que concierne a la unidad de un país escindido, a la organización de la hacienda pública y de un ejército profesional, entre otros y relevantes asuntos. Ruan se esfuerza, me parece que con buen tino, en explorar estos temas, así como en descubrir la huella personal del protagonista de su libro sobre los debates y ejecutorias de la época. Más allá de las diatribas se percibe en esta historia, en la del país y la etapa que Ruan pinta, la ausencia de ese propósito colectivo que hace grandes a los pueblos, y que en Venezuela constantemente tiende a esfumarse entre las polvaredas y la pólvora, reales y metafóricas, de nuestras guerras civiles, enfrentamientos y controversias políticas.
Del lado positivo –e intuyo que este es el objetivo central del autor– Ruan pone de relieve los meritorios esfuerzos de su biografiado y de otros tachirenses de su tiempo, esfuerzos dirigidos a promover el avance cultural y el progreso material de su región y del país, moldeando así esa “otra cara del andinismo”. Este empeño se vio plasmado, para solo citar un caso, en instituciones como el Salón de Lectura de San Cristóbal, fundado por Abel Santos en un escenario en el que leer constituía un paso clave en el camino hacia la superación común.
Si lo interpreto bien, el autor de esta obra aspira, con razón, a reivindicar a través de la historia de un venezolano en particular, de un civil, la historia relativamente oculta o subestimada de la contribución del mundo civil en sentido amplio al avance de Venezuela, no necesariamente en contraste, pero sí como imperativa corrección a la abrumadora versión militarista y épica del devenir del país a partir de la guerra de Independencia.
En síntesis, este libro me condujo a lo que presumiblemente debería lograr todo libro de historia: a mirar hacia atrás y reflexionar sobre el pasado, y a dar su justo valor a las vicisitudes específicas de un individuo y a través suyo de otros venezolanos, colocados ante las dificultades, desafíos y oportunidades concretas de su momento y coyuntura. La lectura de la obra llevó también a interrogarme acerca del presente del país y las sombras que ahora oscurecen nuestro horizonte. ¿Vendrá acaso un amanecer, más luminoso? A veces lo dudo. Pero lo que me dice la razón es siempre contrarrestado por lo que la emoción y el compromiso exigen.
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