viernes, 11 de agosto de 2017

Apología de la calle


SERGIO ARANCIBIA
En el debate político venezolano “la calle” se ha convertido en una suerte de símbolo que pretende usarse para dividir las aguas entre quienes serían decididos, duros e intransigentes adversarios del actual gobierno y quienes serían débiles, negociadores y traidores de esa noble causa.
Pareciera suponerse que el solo hecho de que la gente salga a la calle a manifestar su oposición al gobierno genera siempre y en toda circunstancia un hecho político que debilita al gobierno y acelera su caída. Se asume, además, que cualquier convocatoria a que la gente se exprese en otras formas de acción política es en si mismo un hecho intrínsecamente perverso y desmovilizador.
En la realidad de las cosas, no todos los ciudadanos que están decididamente en contra del actual gobierno están dispuestos a salir tres veces por semana a marchar por las calles de Caracas, ni tienen la edad, ni el estado físico como para correr rápido si es que son reprimidos, ni están en condiciones de tragarse una bomba lacrimógena, ni de caminar dos o tres kilómetros por las calles de la capital. Mas de 7.5 millones de personas estuvieron entusiastamente dispuestas a ir a un centro de votación y hacer posible la más contundente demostración de oposición, pero jamás han salido 7.5 millones de personas a caminar por las calles del país. La política está encaminada a convocar voluntades, a sumar fuerzas y a movilizar esas fuerzas de una forma que genere hechos políticos relevantes en relación al poder. Y eso se consigue a veces con la movilización callejera, pero no siempre.
Aun asumiendo lo peor con respecto al actual gobierno, aun así hay – o pueden llegar a haber – espacios en los cuales es posible que los ciudadanos se expresen con libertad, y esos espacios hay que aprovecharlos tanto como se pueda, de modo que el virus democrático se haga presente y se esparza por todo el cuerpo social. Entre esos espacios están los sindicatos, los consejos comunales, los condominios, los centros estudiantiles, los municipios, los consejos legislativos, las gobernaciones, los colegios profesionales, etc. Negarse a participar en esos enclaves de poder ciudadano no es avalar las mañas del gobierno, sino precisamente una forma de luchar contra ellas.
Un dato histórico que puede ser interesante: en Chile, cuando Pinochet convocó al plebiscito que finalmente determinó su caída, la oposición decidió participar – aun cuando la capacidad de Pinochet de hacer trampas era infinita – y nadie pensó que con eso se legitimaba a la dictadura. Se pensó que esa pelea se podía ganar, como efectivamente se ganó. Y no se hizo sino un solo gran mitin en Santiago en toda la campaña electoral correspondiente. Ni siquiera se hizo un mitin la noche del triunfo, pues no era eso lo que definía, en ese momento, el curso de la historia.

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