lunes, 7 de agosto de 2017

EL PAGARÉ DE HONOR

ELVIA GOMEZ

POLITIKA UCAB

¿Qué me da miedo y tristeza? Que yo voy a cumplir 21 años y nunca voy a poder tener una casa, nunca voy a tener un carro. Nunca voy a poder tener hijos, y los niños que hoy están en la calle van a ser los delincuentes más sádicos, porque no tienen presencia de Dios, no tienen presencia de madre, no tienen presencia de nada. Si yo me voy a morir, que mi muerte valga para que salgamos de esta dictadura. A mí no me da miedo salir a la calle”.
El testimonio de esta muchacha de 21 años, el pasado 8 de abril en Caracas, expresó en menos de un minuto la enorme frustración de los jóvenes venezolanos, que se refleja de forma contundente en las encuestas. Se sienten atrapados, sin opciones ni esperanza, ante un Gobierno que ha dado muestras ingentes de despreciarlos. Sólo les ve utilidad en sus intentos de manipularlos. Pero la juventud es contestaria e inconforme.
En la distopía juvenil “Divergente” –que ha ganado millones de fanáticos en el cine– los protagonistas, agobiados por la represión y la persecución de un régimen totalitario, huyen en un tren hacia algún lugar que imaginan será su salvación. Venezuela está matando y expulsando a sus hijos, que ya no toman un avión a Europa o Estados Unidos, sino que compran un boleto en el primer autobús que consiguen rumbo a Colombia, Ecuador, Chile, o hasta donde el dinero les alcance.
Los comentarios y conversaciones de nuestro entorno dan cuenta de que ante la instalación de una asamblea constituyente espuria, los viajes de los muchachos hacia el exterior están adquiriendo tintes de huida desesperada, propios de las poblaciones en guerra. Nuestras estadísticas, sociales y económicas, hablan de un país en guerra pero Venezuela está poblada por personas que, según todas las encuestas, lo que quieren es la paz.
En los últimos años miles de familias han quedado desmembradas ante la partida de sus vástagos. Son muchachos y muchachas que no existen para el sistema de estadísticas del Estado, al que no le interesa contarlos. Entre menos permanezcan dentro del territorio, mejor. Son parias que pierden sus derechos políticos y a quienes se les dificulta ex profeso, de todas las maneras posibles, renovar sus documentos que les acrediten su nacionalidad y se les impide el derecho al voto.
Los datos recogidos por El Barómetro de las Américas por el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP), en el que participa la Universidad Católica Andrés Bello, refleja cómo la intención de irse del país ha crecido del 6,8% al 35% en los últimos cinco años, siendo más alta la aspiración cuanto más joven se es.
Producto de la violencia en las calles de Venezuela la población joven ha venido siendo diezmada. Antes de la ola de protestas antigubernamentales, que ya cumplió cuatro meses, el 32% de las cifras de los muertos por homicidios tenían entre 15 y 20 años, según el Observatorio Venezolano de la Violencia, al cierre de 2016.
Hasta el 1 de agosto, el perfil promedio de los 121 muertos admitidos por el Ministerio Público en el marco de las manifestaciones fue: hombre de 27 años.
La sangre que se necesita en los bancos hospitalarios para mantener con vida a los venezolanos, se está derramando en las calles. Los cerebros y espíritus que necesita nuestro país para la reconstrucción, que en algún momento habrá de llegar, surcan los cielos y territorios del planeta, sin retorno.
Esta realidad obliga, entonces, a tomar conciencia de que hay un sector de la población, próxima a la edad de jubilación pero lo suficientemente apta para la tarea de salvación que le toca, y que está llamada a actuar con la mayor sensatez y serenidad.
Según la encuesta LAPOP ya citada, el 81,05% de los venezolanos entre 50 y 59 años de edad expresa no tener intención de abandonar Venezuela. Es justo la generación de quienes se formaron bajo el consenso democrático del Pacto de Puntofijo.
Con sus bemoles, esta generación tuvo la debida atención por parte del Estado de aspectos como salud y educación; ofreció oportunidades para el desarrollo del “libre desenvolvimiento de la personalidad, sin más limitaciones que las que derivan del derecho de las demás”, como dice el artículo 20 de la Constitución vigente, que sustituyó a la de 1961, surgida del pacto suscrito en 1958.
Los venezolanos nacidos a partir del derrocamiento de lo que se creyó sería la última dictadura, saben cómo funciona una democracia. No perfecta, pero sí perfectible, con Parlamento plural y alternancia en el poder, con autonomía universitaria y libertad de cátedra, con derechos políticos y derecho a la defensa. Disfrutaron de la oportunidad de comprar vivienda, vehículo y costear viajes con el fruto de su esfuerzo. Gozaron plenamente del derecho a la recreación y al ocio.
Algunas universidades nacionales tienen un pagaré de honor. Es una retribución de los exalumnos en agradecimiento por lo recibido en formación y conocimiento. Los venezolanos que están entre los 40 y los 60 años de edad tienen una deuda con la democracia de la que fueron fruto. Las raíces de este árbol no fueron tan profundas como para evitar la tragedia que se vive, pero sí lo suficientemente fecundas para sostener la lucha de millones de ciudadanos en resistencia contra el abuso de poder de un régimen autoritario, devenido en autocracia.
La dirigencia de la oposición, congregada desde 2009 en la Mesa de la Unidad Democrática, ha tenido importantes logros y aciertos. También, justo es decirlo, extravíos que han resultado costosos. El país esta semana traspasará un umbral desconocido para la mayoría de los venezolanos vivos. Experiencias sólo conocidas, mayormente, a través de la historia, la literatura y el cine; persecución, cárcel y exilio indiscriminado entran en el catálogo de opciones a presupuestar.
Hace apenas dos semanas, Venezuela y los demócratas venezolanos protagonizaron uno de los capítulos más conmovedores que sociedad alguna haya llevado adelante. Un plebiscito donde fueron los ciudadanos organizados los que hicieron todo, desde reclutar a los testigos de mesa, conseguir los locales, imprimir y fotocopiar el material electoral, hasta hacer un conteo de votos impecable, al tiempo de que tuvieron que resistir todo tipo de amenazas y ataques del Gobierno y votar en contra de los designios del Poder Electoral, que se supone existe para facilitarlo. Este episodio emblemático fue posible por una acción coordinada y complementaria de dirigencia política y social.
Ante las provocaciones muy bien estudiadas del régimen, que busca alimentar el desencuentro y las fricciones entre los demócratas, toca, especialmente a los venezolanos nacidos y formados a partir de 1958 –dada la lamentable pero comprensible emigración masiva de los jóvenes– hacer todo  el acopio posible de sindéresis, serenidad y amplitud de miras para respaldar  a la dirigencia que tiene el país. Con ánimo crítico, no ciegamente, pero seguros de que enfocados en el único norte posible: una salida pacífica, constitucional, democrática, electoral y civil, la generación de 1958 habrá saldado su pagaré de honor.

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