martes, 5 de septiembre de 2017

¿Dónde ubicamos las elecciones regionales?

 
 
 
Es legítima la suspicacia que despierta la convocatoria extemporánea a unas elecciones regionales, que debían realizarse en diciembre de 2016, en un contexto claro y acelerado de autocratización.
El debate que se ha generado en torno a la participación de las fuerzas democráticas no ha ayudado a clarificar el lugar que ocupan estos comicios en la lucha por la democratización o en el proceso de autocratización, dependiendo de la perspectiva del actor.
He señalado en repetidas ocasiones que detrás de cada fotografía yace una película en desarrollo. Las diversas metamorfosis que ha sufrido el régimen político venezolano son una expresión clara de un progresivo proceso de autocratización. Hemos descendido de tener una democracia con problemas en 1998, a la construcción de un régimen híbrido sui generis, una forma de autoritarismo competitivo, que entró en crisis con el resultado de las elecciones parlamentarias de 2015. Con la suspensión del referéndum revocatorio y de las elecciones regionales en 2016 se expresó con claridad una nueva vuelta de tuerca en la autocratización, que nos lleva rápidamente a un autoritarismo hegemónico, es decir, a una dictadura abierta, pura y dura.
Frente a la autocratización las fuerzas democráticas habían opuesto un instrumento y una estrategia. La Mesa de Unidad Democrática perfeccionó formas y procedimientos de la antigua Coordinadora Democrática que había liderado las luchas entre 2003 y 2005. Se colocó en un lugar central al liderazgo de los partidos políticos en la puesta en práctica de una estrategia de acumulación de fuerzas con expresión electoral para contener, revertir y finalmente derrotar al autoritarismo. Efectivamente, se mostró como una línea de acción correcta, alejada de atajos violentos, con vocación democrática y constructora de mayorías sociales. En cada uno de los comicios que se realizaban, fueran regionales, municipales, o nacionales, se mostraba el fortalecimiento de los sectores democráticos, incluyendo un perfeccionamiento de su capacidad organizativa electoral. Esta estrategia de crecimiento alcanzó su techo en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015: las fuerzas democráticas venezolanas eran mayoría política, electoral, ganando los dos tercios de la Asamblea Nacional.
A finales de 2015 se encuentran de esta manera dos curvas de aprendizaje y dos procesos que caminaron en simultáneo. Por un lado, la política de control autoritario de la sociedad y del Estado impulsada, con vocación totalitaria, desde Miraflores. Por el otro, la resistencia organizada de las fuerzas democráticas. Esa es la coyuntura específica a la que se ha enfrentado el Gobierno de Nicolás Maduro desde 2016. La profundidad de la crisis económica y el empobrecimiento de la sociedad, así como el retroceso en la estatalidad y la violencia cotidiana derivada de una criminalidad desbordada, convertían al chavismo en una minoría política y electoral, con pocas probabilidades de recuperar su vocación mayoritaria.
El tablero electoral se hacía hostil para la continuidad de la élite chavista en el poder. El Gobierno de Nicolás Maduro tuvo oportunidades de cambiar la dinámica política, abriendo paso a reformas económicas aperturistas y a un proceso de transición a la democracia. Desde 2013 se habían presentado diversas alternativas de normalización de la vida política y económica que fueron desaprovechadas por Maduro y su entorno. Cada oportunidad perdida para enmendar el rumbo se convirtió en un paso más en el descenso autoritario.
En 2016 terminaron de desaparecer los pocos moderados del chavismo gubernamental. Nicolás Maduro, junto con un entorno cada vez más reducido y aislado de leales, tomó la decisión de atrincherarse en el poder, de cerrar las posibilidades de una apertura política y económica, de aislarse detrás de una creciente represión contra la disidencia. Bajo esta línea de política decidieron bloquear el referéndum revocatorio y las elecciones regionales. Del autoritarismo competitivo, con elecciones regulares, pasamos al autoritarismo hegemónico, con procesos electorales sometidos a la arbitrariedad del poder.
La olla de presión de la vida política venezolana volvió a expresarse en términos de movilización de calle. En 2016, y con más fuerza en 2017, una parte importante de las fuerzas democráticas se lanzó en manifestaciones masivas de diverso tipo, en movilización generalizada en varias ciudades del país. Cuatro fueron las exigencias primeras de los líderes de las protestas: el reconocimiento de la Asamblea Nacional electa en 2015 –que había sido bloqueada en su accionar por el Gobierno y su Tribunal Supremo–, la liberación de los varios centenares de presos políticos, la apertura de un canal humanitario que permitiera a los ciudadanos acceder a alimentos y medicinas, y el cronograma electoral completo, con fecha cierta y garantías para la realización de elecciones regionales, municipales y presidenciales. La respuesta represiva del Gobierno trajo consigo más de un centenar de asesinados en más de tres meses de protestas durante este año.
Al bloquearse las posibilidades de cambio político nacional a través de mecanismos electorales tomaron fuerza los otros tableros de la dinámica venezolana. Con la calle activa, el Gobierno de Maduro caminaba hacia un creciente aislamiento internacional. Parecían abrirse espacios para una negociación política, la crisis económica se profundizaba incrementando las tensiones sociales, y la presión aumentaba sobre las Fuerzas Armadas, protagonistas de la represión y la persecución. Todos los tableros parecían moverse contra el Gobierno de Maduro, que solo tenía su voluntarismo revolucionario y el apoyo militar para sostenerse.
Es allí donde volvemos a encontrarnos con el sesgo perceptual que nos limita y caracteriza. Moderados y radicales perciben la realidad con cristales distorsionados, lentes que nos devuelven imágenes esperpénticas de la dinámica venezolana. ¿Estaba derrumbándose el Gobierno de Maduro a mediados de este año? Para muchos de quienes estuvieron comprometidos con las movilizaciones la respuesta parece ser afirmativa, sin asomo de duda. Para algunos políticos experimentados o analistas nunca hubo esa posibilidad y la movilización implicó inflar expectativas para luego destruir esperanzas. Unos y otros coinciden en el mismo espacio y tiempo, pero viven en mundos distintos, manejan las mismas palabras con significados diversos, se oyen pero no se escuchan, se ven pero no se observan.
Partiendo de la existencia de estos mundos paralelos es que podemos acercarnos a comprender las dificultades en la toma de decisión de los sectores democráticos para participar en las elecciones regionales.
Las movilizaciones estaban mermando desde fines de mayo. En la medida en que la violencia era la noticia principal, cada vez más gente se retiraba de las manifestaciones. Allí se abrieron nuevamente las brechas en la percepción. Para unos fue la Constituyente y la decisión de participar en las elecciones lo que “enfrió la calle”, para los otros, la calle tenía más de un mes enfriándose cuando se tomaron las decisiones. Porque se iba a las movilizaciones sin tener claro el objetivo realista de las mismas, que no era “derrumbar al régimen”, como muchos creyeron, sino mejorar las condiciones para una negociación política que hiciera posible una transición a la democracia.
Nuevamente, movilización y negociación son las dos caras de la misma estrategia. Quien pretenda separarlas se perderá, y la transición democrática se perderá si se dividen los esfuerzos, al cancelarse mutuamente. El ciclo de movilización se agotó, como era normal y previsible, y sobre esa tragedia caminamos y tomamos decisiones.
¡Elecciones! ¿Para qué? ¡Para trastornar las certezas del poder!
¿Qué significa para quienes impulsan la autocratización las elecciones regionales? A partir de 2015 tomaron la decisión de no arriesgar la revolución en una elección a la que se presentaran sin certeza de triunfo. ¿Por qué llamar a comicios de gobernadores en 2017? Justamente porque parten de la imagen de confusión en las fuerzas democráticas. Sigue siendo un riesgo, pero la convocatoria puede dividir a la oposición. En ese sentido, la apuesta puede ser “normalizar” la vida política sin poner en riesgo el funcionamiento del macrojuego, del poder nacional. Por otro lado, podrían usar las elecciones para mostrar al mundo un teatro de pluralismo que reduzca la presión de la comunidad internacional.
Foto: EFE
¿Qué significa para las fuerzas democráticas y para la sociedad democrática en general las elecciones regionales? ¿Qué significa para quienes impulsan la democratización del sistema político venezolano? No voy a decantar mi argumentación sobre el tema de los espacios defendidos y conquistados, sino sobre la posibilidad de recuperar un impulso, una dinámica, de reactivar los niveles de activación de la sociedad democrática venezolana.
Sabiendo que la mayoría de la población está convencida de la necesidad de un cambio de gobierno, cualquier proceso electoral se convierte en una oportunidad para organizar, movilizar, activar, reunir, articular agendas, consolidar esfuerzos. Esa certeza que tienen las fuerzas autoritarias de ser minoría en la Venezuela actual es la que incrementa las posibilidades de que el proceso sea vulnerado, suspendido, o tergiversado. Hay que incrementar el costo asociado a una violación de la soberanía popular, y eso costo solo puede elevarse en medio de la participación política.
No puede ser asumida la participación electoral, en esta ocasión, como la continuidad de la política de crecimiento exitosa entre 2006 y 2015, pero superada como estrategia por las decisiones del núcleo autoritario. Debe ser enfrentada en conjunto con todos los demás tableros de la lucha política venezolana. Son los procesos electorales oportunidad para la movilización de calle, para la organización en las comunidades, para dejar un legado organizativo, para la construcción de puentes y consensos sociales y políticos, para la presión internacional, para la presión sobre el sector militar, para someter al entramado institucional autoritario a nuevos niveles de tensión, para vincular la crisis social y económica con el impulso proclive al cambio político.
No podemos contribuir a la “normalización” de la vida política venezolana, porque bajo las condiciones del autoritarismo actual cualquier forma de normalización es autocratizante, sino que debemos emplear la coyuntura electoral para elevar los niveles de tensión interna de todo el entramado autoritario.
Sostengo que participar en las elecciones regionales es la decisión correcta, incluso bajo un autoritarismo como el venezolano, en la medida en que se asuma esa participación con conciencia de la coexistencia del tablero electoral con el resto de los tableros políticos.
En la Venezuela del día de hoy no hay una salida electoral a la crisis, pero son las elecciones ocasión para que se expresen las más diversas tensiones existentes por todas las fisuras del régimen, las que se despliegan entre gobernantes y gobernados, entre civilistas y militaristas, entre moderados y radicales, entre cubanófilos y nacionalistas, entre socialistas y capitalistas, entre negociantes y negociados, entre los hambrientos y los hambreadores. Es en el seno de esos conflictos sociales donde se despliega la coyuntura electoral. El epicentro de todos los conflictos sociales, políticos y económicos yace bajo la superficie de Miraflores, es momento de mover las fallas, es hora de tocar todas las teclas y desplegar una única estrategia sobre todos y cada uno de los tableros. No perdamos la ocasión. ¡Manos a la obra!

No hay comentarios:

Publicar un comentario