ARMANDO ROJAS GUARDIA
PRODAVINCI
Si tuviera que resumir en una sola palabra mi percepción de la situación histórica de mi país elegiría esta: fracaso.
Las civilizaciones, las culturas, los imperios, las naciones, los países, los pueblos pueden fracasar. Bastaría citar el paradigmático ejemplo de la Roma imperial: los historiadores señalan, ya de manera unánime, que los agentes externos que precipitaron la caída del imperio romano, como las sucesivas invasiones de los llamados “bárbaros”, no hicieron sino rubricar el acta de defunción civilizatoria que ya estaba incoada en las entrañas políticas, económicas, sociales y culturales de aquel imperio. Más que víctima de una causa exterior, venida desde afuera, éste se derrumbó por implosión: su cáncer histórico hizo metástasis.
Más cercano a nosotros en el tiempo, podríamos mencionar el caso de la Austria-Hungría de los Habsburgos: una monarquía constitucional en cuyo seno florecieron algunas de las manifestaciones artísticas y culturales más importantes de la Modernidad, desde la filosofía de Wittgenstein hasta el positivismo lógico del Círculo de Viena, desde el psicoanálisis de Freud hasta la música atonal de Schönberg, desde el sionismo, pasando por la arquitectura denominada funcional, hasta la narrativa de Kafka, Musil y Canetti. El imperio austro-húngaro, dentro de cuyo pluralismo idiosincrático convivían pueblos, idiomas y culturas diferentes, no era un simple anacronismo, una mera rémora civilizatoria en la Europa de principios del siglo XX; y sin embargo se desplomó, desintegrándose, a causa de la estruendosa avalancha bélica que fue la Primera Guerra Mundial. Robert Musil, Stefan Zweig y sobre todo Joseph Roth, cada uno a su intransferible modo, han descrito las características de ese colapso que, una vez más, no fue solo el producto de la guerra, sino el resultado de las profundas contradicciones internas que anidaban en el corazón de aquella vasta nación centro-europea.
Sí, los países pueden fracasar. Un determinado proyecto nacional puede colapsar. En Venezuela, algo profundo, dentro de las entrañas de nuestro sentir colectivo, se relaciona orgánicamente, a esta altura de la historia, con lo fallido, lo truncado, lo abortado, lo desgarrado, lo desviado, lo extraviado (como una flecha que no logra alcanzar el blanco). En cierta ocasión, memorable en mi vida, señalé que ese generalizado sentimiento de fracaso tiene, entre nosotros, dos orígenes específicos: primero, la capitis diminutio, la disminución de nuestra autoestima nacional al compararnos siempre con la gesta heroica que está en la base, en el comienzo de nuestra historia republicana: todos nos sentimos crónicamente disminuidos frente a la envergadura política y militar y, en general, existencial, de aquella nuestra primera hora histórica; y, segundo, la enorme dificultad que ha representado el acceso de Venezuela a la modernidad, como si no alcanzáramos a ponernos al día con la tarea de ser un país institucionalmente moderno. Esta segunda causa objetiva de nuestro fracaso no ha hecho sino agudizarse y radicalizarse en las últimas décadas: el modelo societario –político, económico, social y cultural– instaurado por el chavismo ha supuesto un retroceso civilizatorio que, no solo nos ha empobrecido a niveles catastróficos, sino que también nos ha retrotraído, en algunas dimensiones importantes de la vida colectiva, al siglo XIX (la desnutrición y las enfermedades que no pueden ser atendidas por la ausencia crónica de fármacos e insumos médicos son la prueba palpable de ello). No voy en estas líneas a caracterizar tamaña involución: lo más granado y significativo de la intelligentsia nacional –académicos, economistas, juristas, escritores, sociólogos, analistas de diversas disciplinas científicas– han elaborado ya el diagnóstico exacto de nuestra situación: si el problema fundamental de Venezuela ha sido el rentismo, es decir, el hecho de que la riqueza disfrutada –siempre de modo desigual– por la población no brota del trabajo productivo de sus habitantes sino de la extracción petrolera, dicho problema se agravó hasta casi el delirio en los últimos dieciocho años (el chavismo en el poder despilfarró un billón de dólares, sin ahorrarlo ni invertirlo con previsión de mediano y largo plazo: este gigantesco desfalco, tal vez el de mayor envergadura que conoce la historia económica del mundo, da la medida precisa de nuestro fracaso); de tal forma que no es la sociedad la que genera la riqueza sino el Estado, que distribuye la renta petrolera, el factor predominante de la vida económica. Se trata de una sociedad permanentemente minusválida, endeble y raquítica frente a un Estado cuyos tentáculos se extienden por doquier, tan antinaturalmente omnívoro y autofagocitante resulta. La población venezolana se ha acostumbrado a la dádiva y la limosna que provienen del Estado; y éste ha caído, como no podía ser de otra manera porque la distorsión es estructural, en la tentación flagrante de adoptar y asumir una mentalidad clientelar: otorga beneficios económicos y canonjías y privilegios a cambio de adhesión política progubernamental. Y digo, describiéndolo, que es un Estado autofagocitante porque siempre ha tenido los pies de barro: su musculatura, en apariencia poderosa, esconde una debilidad congénita: cuando la renta petrolera disminuye, a causa de las fluctuaciones del mercado energético mundial, ya no puede garantizar más dádivas y limosnas y todo su tinglado clientelar se agujerea y amenaza con derrumbarse. Esto es exactamente lo que estamos viviendo hoy en Venezuela.
El patrón modélico del chavismo ostenta dos aspectos consustanciales, ambos imbricados: el estatismo y el militarismo. Con respecto al estatismo, conviene decir que viene a ser una significativa y cruel paradoja el hecho de que, siendo que en los textos clásicos del marxismo-leninismo (la autollamada “revolución bolivariana” confiesa su inspiración marxista) la meta a lograr consiste en la paulatina disolución del Estado hasta su desaparición (basta recordar las tesis de Lenin en El Estado y la revolución), la práctica concreta de los gobiernos socialistas se ha caracterizado, empero, por endurecer e hipertrofiar la trama estatal hasta límites desconocidos en la historia, convirtiendo al Estado en la instancia omnímoda, ubicua e inapelable que se ramifica en todos los nervios y vasos capilares de la vida colectiva. Ese es el ejemplo que ofrece la Cuba castrista. Fiel a esa concepción estatista, el chavismo preconiza y practica una hegemonía estatal que lo abarca todo: desde el control cambiario (que le sirve para maquillar y disfrazar artificialmente la galopante devaluación de la moneda) hasta la red comercial de la distribución de los alimentos. Es el Estado pretendiendo sustituir a la sociedad, cediendo en todo momento ante la seducción de acallar toda disidencia, de encarcelar al oponente, de someter mediante la censura y la autocensura a los discursos y narrativas alternativos, de aterrorizar al disconforme, de hacer emigrar a quien ya le resulta insoportable la situación del país.
Y en lo concerniente al militarismo, no es casual que un tercio del gabinete ministerial y de las gobernaciones oficialistas esté integrado por militares. En el momento de la asonada golpista del 4 de febrero de 1992 ya la perspicacia de Ramón J. Velázquez advertía lo que ella significaba: la salida activa a la luz pública del demonio militarista que cuarenta años ininterrumpidos de república civil nos hicieron creer que estaba sepultado para siempre. La fantasmagoría militarista constituye una parte importante de la jungiana sombra que vive dentro de nuestro inconsciente colectivo: una vez que aflora a la superficie hace falta toda una epopeya de civilidad para conjurarla, reducirla y neutralizarla. Chávez quiso gobernar de acuerdo al esquema cesseroliano: caudillo-ejército-masa; lo logró a medias, pero ello es imposible para Nicolás Maduro, porque éste dista de ostentar el tipo de liderazgo que lo capacitaría en ese sentido. Y, sin embargo, ¿cómo negar que su gobierno está sostenido únicamente por el poder militar desnudo? El estatismo chavista es de horma militar. Y no deja de tener consecuencias: una de ellas es la creación de esos grupos armados, esas brigadas-de-choque que la omnipresente militarización del régimen ha generado: se calcula que existen dieciocho mil (¡18.000!) “colectivos” de ese tipo en los centros urbanos del país, compuestos en su mayoría por hombres de escasos recursos económicos y sin formación política e ideológica, cuyo rol principal es propagar el terror. Muchos de ellos imponen su autoridad armada en los barrios populares, a menudo con la complicidad explícita de bandas emanadas del hampa organizada. Uno de los grandes crímenes históricos del chavismo, una de sus más graves responsabilidades ante la conciencia nacional, de los que un día tendrá que rendir cuenta, consiste en organizar y armar a esos hombres que malviven en una difuminada frontera entre política y delicuencia.
Y esto me lleva aludir brevemente al verdadero daño antropológico que ha causado el régimen que nos ha gobernado y nos gobierna en la sociedad venezolana. La mecánica mental de Hugo Chávez y de sus seguidores puede ser descrita aplicándoles las conocidas categorías de René Girard: la cohesión grupal, la unanimidad sectaria se materializan en la medida, y solo en la medida, en que se encuentra y erige un “chivo emisario y expiatorio”, un enemigo que es preciso enfrentar y cuya derramada sangre psíquica, y, si las circunstancias lo reclaman, también física, constituye el necesario precio a pagar para garantizar aquella cohesión, aquella unanimidad. Carl Schmitt, uno de los principales ideólogos del nazismo, lo formuló lapidariamente: definir al enemigo es el primer paso para percibirse a sí mismo de manera correcta: “Dime quién es tu enemigo y te diré quién eres”. Y todavía más suscintamente: “Distinguo, ergo sum”.
Los acontecimientos de las últimas semanas –escribo estas líneas en los primeros días de mayo de 2017– hacen más que demostrar, es decir, muestran que cuando se pone a funcionar la maquinaria del odio ésta termina siendo imparable: el odio ha devorado las vísceras de la venezolanidad, dividiendo a las familias, enemistando a los amigos y conocidos, separando a los colegas, movilizando un hambre insaciable de venganza y retaliación. La desconfianza recíproca es generalizada y no ahorra epítetos y etiquetas infamantes a la hora de designar, no solamente a los enemigos explícitos, sino también a los hombres y mujeres que no desean participar en la ordalía del fusilamiento moral. Si la Fiscal General se desmarca de la política gubernamental señalando su inconstitucionalidad, su gesto es tildado de hipócrita y demagógico. Si el hijo del Defensor del Pueblo increpa a su propio padre en una declaración pública, invitándolo a rectificar, sus palabras son recibidas con suspicacia y descritas como la estratagema de alguien que quiere salvar el pellejo. Si Dudamel, movido por la indignación que le produce el flagrante asesinato de un joven músico opositor, recapacita y exclama, también públicamente: “¡Ya basta!”, la desconfianza abrumadora igualmente grita: “¡Demasiado tarde!”. Es nada menos que el infierno transformando la convivencia humana en un campo minado. Es la vocinglería de las consignas y los eslóganes ensordeciendo la voz pausada del espíritu que, como formula Rafael Cadenas, “es sobrio”, y la del alma, “que no suele correr”. Este horror cotidiano, cuya expresión paradigmática son los cuerpos desarmados de esos muchachos que en las calles se enfrentan, inermes, a las bombas lacrimógenas disparadas a quemarropa, a los perdigones y a las balas, en un escenario de odio indiscriminado, es la herencia de Chávez, el veneno ofídico inoculado por el chavismo en la carne social de la república.
Si me preguntan cuál es la salida de este túnel histórico que ahora atravesamos, me remitiría al ejemplo que nos ofrecen Alemania y Japón: países totalmente devastados, casi aniquilados, que lograron reconstruirse y reconstituirse, no únicamente desde el punto de vista económico, sino también cultural; países que en ese esfuerzo mancomunado de recomposición alcanzaron a mantener viva y actuante su propia identidad nacional, reexaminándola con implacabilidad para determinar las causas de su fracaso y transfigurándola al remodelarla, convirtiéndose en puntos de referencia insoslayable dentro del panorama internacional. Me remitiría también al caso del Israel bíblico: la época de mayor infortunio del pueblo judío, la del exilio de Babilonia (2 Re 17, 23) y la destrucción del primer templo, época de derrota casi insalvable, de deportaciones masivas, de la invasión y ocupación extranjeras y de desintegración material y espiritual, fue, sin embargo, el momento histórico en el que nace la Biblia tal como hoy la conocemos, gracias a un trabajo comunitario y tesonero de sistematización y condensación de las creencias religiosas del pueblo: sistematización y condensación que le sirvieron a este, al pueblo, de código identitario y le permitieron superar la crisis provocada por la esclavitud y el destierro. Ese momento –siglo VII a.C.–, de un fracaso casi inapelable, Israel supo convertirlo en una ocasión para la creatividad espiritual: leyó su propia historia con imaginación, resignificándola incluso míticamente, y haciendo de la derrota una palanca de transformación religiosa y colectiva.
Y es que el fracaso puede ser un kairós, una oportunidad excepcional: en la literatura contemporánea Franz Kafka y Rafael Cadenas ostentan lo que podemos llamar el genio del fracaso. Un libro de José Isaacson sobre el primero, quizá mediocre en sus alcances interpretrativos, tiene, no obstante, un título a mi entender feliz: Kafka, la imposibilidad como proyecto. Es lo que emerge explícitamente en tantas páginas de los Diarios e incluso en las Conversaciones con Janouch: el fracaso, la conciencia de él, como pedagogía espiritual, como apertura a la humildad de ser verdaderamente real, como aprendizaje de los límites, como un arte de la autenticidad. Y con respecto a Cadenas, ¿hay alguien que no recuerde sus dos antológicos textos titulados respectivamente Derrota y Fracaso? He dicho a veces, y lo repito ahora, que yo haría este último una lectura obligatoria en todas las escuelas y liceos del país para que nos sirviera de antídoto, de revulsivo y de advertencia desde la niñez, porque traza para nosotros la ruta no épica ni heroica de salir de la cháchara, de la frivolidad, de la panoplia, del inmenso espejismo petrolero, hacia el paladeo de nuestros límites, de nuestra menesterosidad, de nuestra indigencia, a fin de metamorfosearlos en creatividad espiritual y madurez salvadora.
En ocasiones, observando en las avenidas y las calles los rostros de los manifestantes opositores, o leyendo sus mensajes en las redes sociales, a uno lo domina la impresión de que muchos, demasiados, creen que la solución está a la vuelta de la esquina: basta que se desplome la ciertamente atroz realidad que es el gobierno para que empiece la fiesta de la prosperidad tal como el rentismo petrolero nos la ha hecho concebir: riqueza fácil. Yo sueño con el día en el que un líder de genuina talla estadista imite entre nosotros la audacia y la valentía de Winston Churchill cuando tomó por primera vez posesión del cargo de primer ministro (Inglaterra acababa de declararle la guerra al totalitarismo expansionista de la Alemania hitleriana), y les dijo sin amabages ni subterfugios a sus compatriotas: “No tengo más que ofrecerles sino sangre, sudor y lágrimas”. A nosotros, los venezolanos, se nos impone a fortiori salir en éxodo consciente y voluntario del modelo rentista: necesitamos, y desesperadamente, convertirnos en una sociedad de productores, aunque ello nos signifique una vida más bien frugal y laboriosa. Y costará años restañar las desgarraduras que en nuestro tejido social han provocado el odio y la desconfianza. No está de más recordar, en ese sentido, la inspiración cristiana que todavía palpita, asordinadamente, en el hondón atávico de nuestra conciencia colectiva: para Cristo, el extranjero, el desemejante, el hereje, el que no comparte mi léxico mental, el excluido, el radicalmente otro, el enemigo, son los invitados por excelencia a compartir conmigo el banquete mesiánico. Nadie puede celebrar un ágape cristiano si no convida a él, de modo simbólico pero también real, al excluido y al enemigo. Una sociedad que no interioriza el perdón es potencialmente terrorista.
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