domingo, 19 de julio de 2020

Muere el escritor Juan Marsé a los 87 años: aquel muchacho que inventó Barcelona

LUIS ALEMANY

EL MUNDO

Juan Marsé se ha muerto a los 87 como un hombre de otra época, como un gigante capaz de logros inimaginables hoy. Marsé redefinió la ciudad en la que le tocó nacer, cambió las normas de la literatura de clases sociales en idioma español y dejó una vida que sirve para explicar los últimos 60 años de la historia de España.
Lo más sencillo será empezar por la trayectoria vital de Marsé, que no nació con esos apellidos sino con los de Faneca Roca. Según su muy novelesco relato familiar, su padre adoptivo, el señor Pep Marsé, supo de los apuros de Domingo Faneca, compañero suyo de militancia en el catalanismo, viudo con una hija de de cinco años, llamada Carmen, y un niño de semanas, Juan. Marsé se ofreció a adoptar al niño, le dio sus apellidos y una vida lo más digna posible en su casa del Guinardó, en la Barcelona que los visitantes no suelen ver.
Los Marsé sólo pudieron ofrecerle a su hijo adoptivo una educación de medio pelo en una escuela de barrio por la que Juan pasó sin éxito. A los 13 años ya había renunciado a los estudios y trataba de aprender el oficio familiar de técnico de joyería. En esos años de iniciación, Marsé se empapaba de cine americano, uno de los grande alimentos de su literatura. De hecho, sus primeros textos fueron críticas de cine para la revista Art Cinema. Después siguieron los primeros relatos en las páginas de Ínsula El Ciervo, textos de corte neorrealistas, como las películas italianas de la época, de denuncia pero un poco lánguidos y distantes.
¿Cuál era el idioma en el que se expresaba Marsé? El español, el castellano de Barcelona, que no era el idioma que empleaba con sus padres. Según explicó Marsé después, su bilingüismo fue natural: el español era el idioma de los sueños y el catalán, el de la intimidad. Cuando empezó a escribir, la elección del español fue natural.
Con 20 años, llegó la mili, en Ceuta, un tiempo muerto propicio para escribir. Con 27 ya tuvo una novela terminada, Encerrados con un solo juguete, que quedó finalista con mención especial en el Premio Seix Barral y que sirvió para que Marsé encontrara los dos mejores amigos y padrinos de su carrera: el poeta Jaime Gil de Biedma y el editor Carlos Barral. De Gil de Biedma, aprendió Marsé a ahondar en la intensidad expresiva del texto, en el rigor y en el lirismo. De Barral aprendió una estrategia para convertirse en el escritor español más importante de su época.
Barral, en esa época, quería alumbrar una literatura prerrevolucionaria, un revulsivo contra el franquismo. Por eso, animó a Marsé a marchar a París. Le consiguió un dinero, alguna ocupación y tiempo para escribir. Cuando el escritor volvió a Barcelona, trajo dos novelas. Una de ellas fue un texto fallido, Esta cara de la luna. La otra fue Últimas tardes con Teresa. También volvería con un carnet del Partido Comunista de España. Le duró poco. Cuando el PCE rechazó a Gil de Biedma, Marsé se desentendió.
Cualquier lector tiene en la cabeza la historia de Ultimas tardes con Teresa, aquel relato de imposturas y lucha de clases, de picardías y agravios en la que el depredador es, al final, el burlado. Lo interesante, con todo, no es tanto la trama como el paisaje, esa Barcelona de contrastes entre las laderas de la burguesía y los riscos de los charnegos. La Barcelona de Marsé no es la ciudad de la transformación olímpica ni la del Mobile World Congress, no es la de la orgullosa clase media catalanista ni la de los herederos de la victoria franquista. Es la de El Carmelo, Gracia y El Guinardó, la de los emigrantes y los invisibles. Con los años, el camino que abrió Marsé lo han seguido mil escritores: Vázquez Montalbán, Moix, Zanón, Pérez Andújar, Otero, Casavella... Pero Marsé fue el primero.
En 1970, llegó La oscura historia de la prima Montse (llevada al cine por Jordi Cadena en 1977), la suguiente campanada de Marsé, su comsolidación y su entrada en el mundillo intelectual de la progresía de clase alta barcelonesa, la Gauche divine, que lo hizo redactor en jefe de su revista oficial Bocaccio .
Marsé no encajó bien. Marsé ya no era un comunista pero tampoco era un señorito que jugara a revolucionario trotskista. Era un trabajador de la palabras que rechazaba la paabra intelectual y cuyas maneras seguían siendo toscas. A veces se veía a sí mismo como una de mascota ideológica de la gauche divine, como el pobre al que los divinos habían sentado a su mesa. Lo lo dejó bien claro en un pasaje de su discurso de recepción del Premio Cervantes: "Yo podía quizás haber sido, lo digo sin un ápice de sarcasmo, el escritor obrero que al parecer faltaba en el prestigioso catálogo de la editorial. Halagadora posibilidad que a su debido tiempo, la fábula de un joven charnego del Monte Carmelo, desarraigado y sin trabajo, soñador y sin medios de fortuna, pero también sin conciencia de clase, se encargaría de desbaratar".
Marsé se agarró a su vocación: escribir, recrear su ciudad, pelear por sobevivir: La muchacha de las bragas de oro (1978), Ronda del Guinardó (1984), El amante bilingüe (1992), Rabos de lagartija (2000), hasta el más reciente Caligrafía de los sueños (2011), fueron pasos adelante en un camino cirto y coherente. Para entonces, Marsé ya era un personaje seguro de sí mismo, capaz de defender su dignidad donde los demás callaban. En 2005, el Premio Planeta 1978 se bajó del jurado en galardón, decepcionado por la escasa calidad de la obra elegida. No fue el único frente en el que peleó Marsé: el nacionalismo catalán, la Iglesia Católica la derecha fueron algunos de sus enemigos.

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