TRINO MARQUEZ
La
sola presencia en el país de la delegación del reino de Noruega, que vino a
actualizarse sobre la situación humanitaria y política nacional, inmediatamente
desató la ira de los sectores más radicales, tanto dentro como fuera de
Venezuela, y la respuesta destemplada de varios dirigentes políticos de quienes
cabría esperar reacciones más sensatas frente a las maniobras ejecutadas por el
régimen de Nicolás Maduro, que trata de limpiar un poco su deteriorada imagen
internacional.
Pareciera existir una relación
directamente proporcional entre la lejanía y el grado de extremismo de las
posiciones. Mientras más alejadas de Venezuela se encuentran algunas personas,
más extremistas se muestran. Da la impresión de que se desayunan con alacranes
y almuerzan con una mapanare. Lo peor es que entre algunos profesionales de la
política ocurre igual. No son capaces de colarse por los intersticios dejados
por el gobierno en su afán de sobrevivir en el cuadro tan adverso que enfrenta.
El G-4, en vez de poner ciertas
condiciones razonables para conversar y negociar tal cual sugiere la delegación
de Noruega, país que no descansa en su afán de lograr un acuerdo inteligente
entre el gobierno y la oposición, inmediatamente descarta cualquier posibilidad,
señalando que el diálogo quedó cancelado una vez Nicolás Maduro, en agosto de
2019, decidió levantarse de la mesa de conversaciones, cuando acusó a Juan
Guaidó y al resto de la oposición de apoyar las duras sanciones aplicadas por
el gobierno de Donald Trump. Maduro adoptó esa postura radical porque sabía que
el proceso de diálogo marchaba hacia un acuerdo inevitable: la convocatoria a
elecciones libres con supervisión internacional. Este evento marcaría el fin de
su mandato y el de la era chavista-madurista. Sería suicidarse en primavera. No
quiso asumir ese costo.
Ahora también aspira a seguir engrapado
al poder, pero la situación de su gobierno es peor que hace un año. El punto
fundamental donde se apoya Maduro es la
fuerza represiva y coercitiva de su régimen. El consenso que todo sistema, por
más autoritario que sea, trata de construir, se ha reducido a su mínima
expresión. Las sanciones económicas, el derrumbe de la producción y los
ingresos petroleros, el retroceso de la actividad económica en medio de la
pandemia de la Covid-19 y la imposibilidad de recibir un auxilio sustantivo de
sus aliados políticos en el plano internacional, lo han llevado a buscar reducir las aristas más
filosas de su nefasto gobierno. Por eso invita a los noruegos. El único ente
autorizado a permitir la entrada al espacio aéreo nacional es el Gobierno.
Resulta obvio que sin el beneplácito de Maduro, el avión que trajo a esa
delegación no habría podido ingresar a Venezuela.
La reacción tan desafortunada del G-4
la explico por dos razones. La primera es la precariedad, casi inexistencia, de
partidos políticos; estos carecen de direcciones nacionales en las cuales se
evalúen con serenidad y profundidad los distintos aspectos de un proceso. En segundo lugar, la excesiva dependencia de
las organizaciones políticas internas con respecto de los líderes que se
encuentran en el exilio o alojados en embajadas. Tal parece ser el caso de
Primero Justicia y Voluntad Popular, cuyas direcciones domésticas no parecen tener el nivel de
autonomía y poder que les permitan tomar decisiones importantes de forma
autónoma. Las directrices son trazadas por figuras demasiado alejadas del
acontecer diario e influidas por
factores externos que distorsionan la realidad interna.
El diálogo y la negociación sólo pueden
rechazarse cuando uno de los factores en conflicto –sea ejército nacional,
partido o grupo- posee tal fortaleza, que el acercamiento al adversario puede
interpretarse como un signo inconveniente de debilidad. Ese no
es el caso de Venezuela. La oposición se encuentra en extremo disminuida: con
partidos raquíticos y organizaciones civiles –sindicatos, gremios, asociaciones
y federaciones estudiantiles- menguadas. Por el lado del gobierno ocurre otro
tanto: el PSUV se transformó en una maquinaria burocrática alejada de la gente.
El baluarte del régimen reside en la creciente capacidad represiva que ha levantado.
La maquinaria represiva constituida por fuerzas formales -FANB, FAES, Dgcim,
PNB- e informales –los colectivos y grupos irregulares como las FARC y el ELN,
especialmente al sur del país-, representan su mayor fortaleza.
Sin embargo, Maduro y su círculo íntimo
saben que, como le gustaba decir a Napoleón, los fusiles sirven para todo,
menos para sentarse en ellos. La capacidad de coerción es útil para mantener
sometida a una sociedad y sembrar terror, pero no para consolidar el liderazgo,
ni disfrutar indefinidamente del poder. Por esa razón tratar de negociar. Allí
existe una debilidad que la oposición debería cultivar aprovechando al máximo
las pocas fortalezas que posee. La más importante: el apoyo internacional,
donde Noruega es una pieza importante.
@trinomarquezc
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