AULLIDOS SOLITARIOS
LEANDRO AREA P.
Regresando de carnaval inexistente, con máscara tapabocas
por si acaso, les cuento que tenía yo en los tiempos en que iniciaba mi vida
como investigador y docente universitario un maestro que era enemigo feroz de
aquellos que habiendo contraído votos de casto compromiso académico perdían su
tiempo en escribir artículos de opinión para la prensa. Que esas tribunas
públicas y escritas eran territorio particular y privativo de personajes
políticos que, con ambición de reconocimiento, adhesión de militancia
partidaria y otros no tan santos fines, utilizaban con mayor o menor éxito su
pluma en tales negocios no solo del espíritu. Y los había de tinta fina o espesa,
populares o no, pagados o sinceros, que total qué más da, a fin de cuentas, se
burlaba.
Alegaba además el aludido maestro a su favor, irrenunciable
derecho en todo caso, que así como la política pertenecía a la calle, los
militares debían permanecer en sus cuarteles, los médicos en los hospitales,
los curas en sus misas y las universidades,
liceos, colegios y escuelas poseían un fin y responsabilidad específica e
irrenunciable que era el de transmitir adecuadamente, en prolongación de lo que
ya venía cocinándose en la familia de cada quien, creencias y valores que convertidos en comportamientos y
conciencia ayudaran a crear las condiciones necesarias para el equilibrado
funcionamiento de la sociedad. La
universidad, agregaba, constituía el escenario privilegiado en la búsqueda de
la verdad a través del debate, la investigación y la enseñanza, que incluía por
supuesto el ejemplo de vida del maestro hacia y con sus alumnos que eran, éramos,
todos.
Sin ser enemigo de los cambios, constituía a todas luces un
clásico aquel hombre de bien y de ironía constante que me enseñó además que
todo podía lograrse por más difícil que pareciera sin dejar de saborear una
buena copa de vino o disfrutar de amigos y café para en conversa discurrir
sobre lo divino y lo humano. Y no perdía la oportunidad para decirme, “pero ya
que estás decidido a cometer el pecado de escribir en la prensa, al menos hazlo
bien y para que te entienda el mayor número posible de personas”. No creo haber
sido fiel a sus deseos, aunque sí a su memoria.
Yo pertenecía, nosotros, a otra generación en la que
dominaba la idea epopéyica y tumultuosa del escritor comprometido y enredado en
sus clinejas de revolucionario y existencialista intelectual de izquierda. La
definición del territorio de pertinencia a esta tribu era lo suficientemente
gelatinoso y permeable como para aceptar y recibir en pila bautismal de ese
club a marxistas o no, a filósofos, economistas, curas y cuanto viandante o
traficante del arte y la cultura se atravesara en el camino.
Era la época de los años sesenta y subsiguientes donde todo parecía
cambiar, “se vino abajo el mundo” se escuchaba decir al maestro, hace tiempo
feliz en su olvido de tumba irremediable. Ahora los grandes debates académicos
propiedad de tan pocos en una época se convertían en bulla de muchos, y los
artículos de opinión se multiplicaron en papelillo y serpentina cambiando así,
entiendo que para bien y para mal, su valor y vocación social e intelectual, no
siempre desprendida sea dicho, multiplicando por otra parte su impacto en la
opinión pública nacional e internacional.
Ahora, pasado el tiempo y cambiadas tantas cosas de sitio,
seguimos escribiendo sea desde la vanidad o la necesidad y urgencia de
redención, inconformes con el silencio que es mansedumbre frente a los que
aglutinan estrepitosamente, apetito de dictadores, la voz de los demás.
Por allí me tropecé otra vez en el secuestro de nuestros
días con Jorge Luis Borges y sus sentencias, hombre que escribe siempre tangos
siderales ejecutados por catedrales ciegas, que alude a nuestro favor y en nuestra
contra en una conferencia sobre El Libro lo siguiente: “Se dirá qué diferencia
puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un
periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es
algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria”.
Después de esta puñalada arrabalera en relación a la opinión
escrita y compartida en público con la que pudiera estar de acuerdo mi viejo
maestro caraqueño, todavía quedamos algunos aulladores solitarios que
insistimos frente a la luna del deseo en decir por escrito lo que otros callan
por fatiga o falta de oportunidad. Los dictadores aspiran a la mudez mientras
los demás preferimos la voz arisca de los que no se escuchan, pero buscan decir
y ser oídos.
Leandro Area Pereira
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