De Rómulo Betancourt el gran constructor, a Hugo Chávez el destructor
TULIO HERNANDEZ
La Gran Aldea
Ahora que se cumple un nuevo aniversario del nacimiento de Rómulo Betancourt (22 de febrero de 1908), y que pronto se cumplirá otro del anuncio oficial de la muerte de Hugo Chávez, he cedido a la tentación de recordar el entierro de Betancourt, en el que estuve presente como observador y como ciudadano. Y aunque no me acerqué al de Hugo Chávez, por temor a las agresiones que algunos de sus seguidores solían hacer contra periodistas y columnistas críticos con su proyecto, seguí detalladamente aquel suceso impactante a través de los medios.
Ahora que han pasado largos años, me resulta interesante comparar ambas exequias. No para hacer un simple ejercicio de memoria sino para advertir cómo en las diferencias entre los itinerarios, ritos y símbolos de ambas despedidas podemos encontrar claramente expresados los valores que acompañan a un estadista demócrata y civil, y los que arrastra consigo un autócrata, militar golpista, líder de masas carismático y populista.
Comparo dos figuras tan diferentes -exactamente antitéticas- porque sin lugar a dudas ambas encarnan el liderazgo mayor de las dos pulsiones que movieron el siglo XX venezolano. Betancourt fue el gran constructor de la democracia, el conductor del proceso que llevó de la organización de los partidos políticos modernos a la creación y sostenimiento durante cuarenta años de la democracia bipartidista, que logró mantener a raya al estamento militar que desde la creación de Venezuela como república independiente había gobernado la nación.
Hugo Chávez fue lo opuesto. Otro líder de masas que, al contrario de Betancourt, fue el gran destructor de la democracia venezolana. Es la figura que conduce la operación que vino a interrumpir el ciclo civilista que se había iniciado en 1958 y a colocar de nuevo a los militares en el poder. Primero con el intento de un golpe de Estado en 1992 -llevando a Venezuela a una etapa que se creía superada-, y luego con la conducción de un largo y sostenido proceso de destrucción de la institucionalidad democrática que, para el momento de su muerte se hallaba en terapia intensiva. Luego su engendro, Nicolás Maduro, se encargaría de enterrarla.
Comencemos por las historias políticas personales. Al momento de la muerte Betancourt ya no era presidente, por supuesto, había gobernado por vía electoral por un solo período de cinco años, entre 1959 y 1963, y garantizado la alternancia democrática entregándole el poder a otro líder de su mismo partido, Raúl Leoni, retirándose luego prudente y paulatinamente de la actividad política.
Hugo Chávez, en cambio, sí era presidente al momento de fallecer, llevaba catorce años al frente del poder y había anunciado que permanecería por los mínimos veinte años en la presidencia de la República. Es decir, había impedido sistemáticamente el principio de la alternancia sobre el que se basa la dinámica democrática, imposibilitando no solo que otro venezolano ejerciera la presidencia de la República, también que hubiera líderes de su movimiento político que pudiesen aparecer como figuras de relevo. Se hizo único, indispensable, insustituible, un dios. Fidel le decía en público: “Hugo tienes que cuidarte porque sin ti no hay revolución”.
Vayamos ahora a los velorios. El de Rómulo Betancourt se celebró en el Palacio Federal sede del Parlamento que en cualquier país democrático es el símbolo del poder popular. Lo que se debe hacer respetuosamente en estos casos. El velorio de Chávez, en cambio, se ofició, como era de esperarse, en la Academia Militar, lo que subraya el carácter militarista del presidente y su no sometimiento al poder civil.
Sigamos con los desplazamientos, las exequias y el destino final. El sepelio de Betancourt, con presencia multitudinaria, hizo un recorrido sencillo y directo que partió del Palacio Federal hacia el Cementerio del Este donde la aguardaba una tumba normal como la de un ciudadano común. El de Hugo Chávez, en cambio, hizo una especie de triangulo totalmente militar con un final de pretensiones heroicas.
“Rómulo Betancourt fue el gran constructor de la democracia (…) Hugo Chávez fue lo opuesto, el gran destructor de la democracia venezolana”
Comenzó en el Hospital Militar de donde salieron, atropellada y desordenadamente, los restos hacia la Escuela Militar. Y, luego de varios días de velación, se trasladaron de la Academia Militar al Museo Militar, donde con gran pompa se le enterró en un espacio ahora denominado Cuartel de la Montaña. Una edificación, una especie de Panteón Nacional privado, dedicado plenamente al culto del héroe.
Una diferencia radical. Las tumbas de los demócratas son sencillas, las de los tiranos y los populistas monumentales. Como el mausoleo que se mandó a hacer para sí mismo Néstor Kirchner en Río Gallegos, en la provincia de Santa Cruz, al sur de Argentina. O, como el que se edificó en vida, Francisco Franco en el Valle de los Caídos y de donde -como seguramente ocurrirá con Hugo Chávez cuando la democracia vuelva- recientemente retiraron sus restos por decisión del Parlamento español.
Y, por último, revisemos el tipo de manifestación popular. El entierro de Betancourt fue una expresión de duelo, vamos a llamarlo, cívica, serena. Un acto de despedida a un jefe de Estado realizado dentro de un marco de normalidad y armonía. Por supuesto, ayudaba el hecho de que Betancourt había cumplido su ciclo vital.
El de Hugo Chávez, en cambio, fue un fenómeno de histeria colectiva, una suerte de tragedia nacional, de expresión descomunal de dolor incontrolable, de perdida profunda de un padre salvador que, de alguna manera expresa el tipo de liderazgo mesiánico, y carismático (en el sentido que lo define el sociólogo Max Weber) y el culto a la personalidad que lo había convertido en héroe de masas.
El sepelio de Betancourt parecía un entierro, el de Chávez la salida del estadio universitario luego de una final entre el Caracas y Magallanes.
Las manifestaciones de desesperación que se vieron por esos días recuerdan expresiones de dolor masivo como en las exequias de Josef Stalin en la Unión Soviética en el que cerca de cuatro mil personas murieron aplastadas por la multitud que ansiosamente trataba de acercarse para tocar el ataúd del genocida que, no por casualidad, el culto comunista había convertido en “El padrecito”.
Pero a los héroes resultantes del culto a la personalidad la historia les pincha el globo. Stalin ya es sólo el recuerdo del horror. Trujillo, el dictador dominicano que intentó asesinar a Betancourt, el protagonista de una novela, “La fiesta del Chivo”, en la que Vargas Llosa hace una descripción precisa de su barbarie como persona y como figura militar.
En cambio, con el paso del tiempo, la figura de Rómulo Betancourt, su impacto decisivo en la construcción de una nación democrática, moderna, capaz de liberarse de la estructura casi feudal que la dominaba durante la primera mitad del siglo XX, ha ido creciendo.
Entre más tiempo pasa, quienes se ocupan de estudiar nuestra historia y nuestro devenir político encuentran de modo más nítido su papel decisivo no solo como líder político, también como intelectual que, desde muy joven, desde los tiempos del Plan de Barranquilla, formó parte de un grupo que se dedicó a imaginar un país y luego a construirlo.
Los grandes estadistas no se improvisan. Hugo Chávez no había hecho vida política democrática, ni ocupado cargos de elección pública antes de emerger de la oscuridad de un cuartel a dar un golpe de Estado. Solo podía conducir al fracaso que somos.
Lamentablemente la obra de Betancourt, la democracia venezolana, fue dilapidada, malversada, sub amada y degradada por muchos de sus herederos, que le sirvieron la mesa al felón de Sabaneta. Ahora, para la reconstrucción nacional, la que debe recoger los platos rotos del bipartidismo y las ruinas precoces -y perversas- del chavismo, habrá que recurrir a sus principios.
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