Reventón, 50 años después
RAÚL FUENTES
Papel literario El Nacional
Cuando Nelson Rivera me preguntó si me atrevería a escribir un artículo sobre Reventón, —“Un artículo que recuerde la historia y recorrido de la revista”—, le respondí afirmativamente. Lo hice por razones más emocionales: el próximo 6 de febrero cumplirá dos años de fallecido nuestro entrañable amigo y compañero de ruta Pablo Antillano, y este 2021, medio siglo de una gran aventura editorial que emprendimos juntos. Sobreestimé, confieso, mis capacidades mnemotécnicas, pues en 50 años agitados de viajes y mudanzas, extravié mi colección de ejemplares impresos y de materiales rubricados por mí y otros miembros del equipo embarcado asociado a aquella apasionante empresa periodística, germinada a fines de la década del 60 del siglo pasado, en la Universidad Central de Venezuela. No me propongo analizar los asuntos tratados en la revista. Tampoco ambiciono pergeñar una gesta basada en sus repercusiones. Me limito a resumir su corta y fructífera existencia.
Cursaba yo 6° semestre en la Facultad de Arquitectura cuando conocí a Pablo Antillano, quien, procedente de Maracaibo, comenzaba el tercero, sin mucho apego ni aplicación, porque su inquietud intelectual desbordaba el rigor de la escuadra y el escalímetro. Eran los días de la renovación académica, y el influjo del mayo francés, la guerra de Vietnam, el poder de las flores y la invasión a Checoslovaquia se hacían sentir en una juventud sin norte. Pablo se había vinculado al Teatro Experimental de Arquitectura y allí inicié mi colaboración con él, actuando en el montaje de Algunos en el islote, obra de Rodolfo Santana.
Del teatro pasamos a la organización de performances y espectáculos audiovisuales en apoyo al movimiento renovador, en especial durante la toma de la Dirección de Cultura cuando, en colaboración con Jacobo Borges, organizamos un happening de padre y señor nuestro en el Aula Magna. Fueron años de andaduras nocturnas por la efervescente Sabana Grande y de adhesión sin compromisos a un club político constituido por emergentes convencidos de la necesidad de vincularse a los barrios populares, utilizando las artes escénicas, la fotografía y el periodismo mural como herramientas de captación. En entrevista concedida a Milagros Socorro (Revista Bigott, 2001) Pablo lo explicaba así: “En ese proceso empezamos a escribir crítica y a conformar grupos de teatro callejero. Lo llamábamos Agitprop (agitación y propaganda), una especie de periodismo mezclado con teatro. Los primeros grupos bolcheviques, donde estaba Maïakovsky, por ejemplo, se autodenominaban “núcleos de agitación y propaganda”. Nosotros tomamos esa idea como vehículo para discutir grandes temas, pero los hacíamos con transparencias, diapositivas y espectáculos en La Vega, en Petare y en otros lugares de Caracas. Hablo del año 1967, 1968. Caldera allanó la Universidad Central de Venezuela en el año 68, y nosotros quedamos como realengos, la agitación política era muy fuerte, la universidad estaba en la calle. Teníamos mucho tiempo, cuando uno es estudiante, sin clases durante dos o tres años, uno está en la calle echando vainas”.
Y en esa echadera de vainas, Pablo fue a parar a Vea y Lea, revista editada por Pedro Miranda, periodista chileno y trotskista, y financiada por el banquero venezolano Edgard Dao. Allí recalamos un par de estudiantes de periodismo, un fotógrafo y yo, arquitecto recién graduado, con diploma en el congelador de un rectorado intervenido. La revista del trotskista cayó en manos de un grupete ultraizquierdista y rápida e infortunadamente devino en panfleto de insignificante tiraje; sin embargo, esta experiencia nos condujo a la creación de Reventón.
Carlos Ramírez Faría, vinculado por nexos familiares a Panorama y a Momento, aspiraba a editar una revista revolucionaria, aunque ello comportara un enfrentamiento con su parentela. Nosotros también, pero no exactamente en el sentido ideológico del epíteto. Puestas las cartas sobre la mesa, llegamos a un acuerdo y nos instalamos en oficinas anexas a la sede de Momento, en la avenida Libertador. Carlos, quien la bautizó —el nombre era una clara alusión al reventón del pozo Barroso II (14 de diciembre de 1922) y, acaso, un velado guiño a la reversión de las concesiones petroleras pautada para 1984 —, fungiría de director (a partir del cuarto o quinto número, la dirección pasó a ser oficiada colectivamente) y Antillano ejercería la jefatura de redacción. El resto del staff lo conformaban Richard Izarra, Enrique Rondón, Armando Valero (fotógrafo), José Luis Garrido (diagramador) y quien esto garabatea. Exornadas las paredes de la redacción con nuestros rostros en alto contraste, nos dispusimos a concretar el sueño.
El 1° de mayo de 1971 las portadas del primer número de Reventón asombraron al público y causaron perplejidad entre algunos periodistas, porque la forma y contenido de la publicación chocaban o rompían con sus paradigmas; sin embargo, Jesús Sanoja Hernández le prodigó elogios desde el principio y transmitió su entusiasmo a los alumnos de la Escuela de Comunicación Social. Una vez en la calle el flamante quincenario, el transeúnte descubrió en él a quienes realmente tenían la sartén por el mango. Los nombres de los amos del valle y del país se asomaban a las ventanas de un collage de atractiva composición, distinta a las portadas al uso y agotadas en una mirada de los semanarios convencionales. Lo mismo puede decirse de sus titulares. Ni escandalosos ni amarillistas, su rotundidad invitaba a la lectura de textos redactados con una mezcla de corrección informativa y frescura juvenil, no exenta de humor e ironía.
El primer número de Reventón se agotó y, 15 días después, el segundo fue retirado de circulación por órdenes del gobierno. Lorenzo Fernández, a la sazón ministro del Interior y candidato a la sucesión de Caldera, justificaba la interdicción en el programa de Sofía Ímber y Carlos Rangel, alegando un presunto carácter subversivo y generador de odios de su contenido. Los efectos de la reacción oficial tuvieron serias consecuencias. Pablo las detalló en estos términos: “Esa edición despertó la ira del presidente por un artículo de Richard Izarra, quien era hijo de un militar, que abordaba ciertos casos de corrupción en las Fuerzas Armadas y de irregularidades con los ascensos, es decir, los temas clásicos del mundo militar, intocables en la Venezuela de entonces. Pusieron preso a Richard (tenía dieciocho años y era estudiante) en el Cuartel San Carlos, lo que provocó una gran conmoción sentimental en la audiencia y contribuyó a que la revista aumentara espectacularmente su circulación. Pero Carlos Ramírez Faría no quería meterse en problemas y decidió suspendernos el financiamiento, así que nos quedamos sin oficina”.
Sin un lugar donde anidar y empollar las ideas, entramos en contacto con Miguel Ángel Capriles. Pablo fue el interlocutor propuesto por el consejo de redacción para tratar con el dueño de los diarios Últimas Noticias, El Mundo y Líder, y de unas cuantas revistas hogareñas, deportivas, hípicas y faranduleras, quien nos cedió un pequeño pero confortable espacio en el 7° piso de la Torre de la Prensa. También puso a disposición nuestra los archivos de la Cadena Capriles, lo cual le venía de perlas a una publicación cuya misión era indagar y profundizar en los vínculos del empresariado con sindicatos, partidos, instituciones gubernamentales y otras instancias del poder político y económico. Eso sí, la revista debía imprimirse en Grabados Nacionales y distribuirse a través de Dipuca, empresas propiedad del poderoso editor de La Trilla. Reventón no necesitaba de especial apoyo financiero para subsistir. Era autosuficiente, a pesar de las triquiñuelas de los hermanos Capriles. Gracias a su circulación (unos 20.000 ejemplares), se convirtió en la revista más vendida y leída del país; además, a sus fundadores no les movía interés pecuniario alguno.
Estuvimos cómodos en la torre de marfil de Miguel Ángel hasta que el senador, editor y contrabandista de hilacha cayó en desgracia y tuvimos la infeliz ocurrencia de publicar, con la debida aclaratoria sobre la responsabilidad y de lo expuesto en él, un comunicado de un grupo guerrillero. Así, le pusimos al gobierno en bandeja de plata el pretexto necesario para llevarnos a los tribunales militares. Sólo Ramírez se puso a derecho. Los demás, anarquistas en el fondo y sin dolientes en las organizaciones políticas y gremiales, decidimos salir del país por los caminos verdes. Pablo y yo nos fuimos a Chile por tierra en odisea inolvidable, cuyas incidencias valdría la pena relatar en otra crónica (asignatura pendiente). Tal desbandada fue el principio del fin de Reventón. Carlucho, al salir de la cárcel, apoyado en Luis Miquilena y Germán Socorro, y con la colaboración de Kotepa Delgado y Earle Herrera —y la mía desde el cuartel San Carlos, donde permanecía recluido desde mi retorno de Chile—, logró imprimir unos 5 o 6 números, combativos, pero sin alma, y pésimamente distribuidos.
Hasta aquí los hechos y el cuento con base en mis recuerdos de las circunstancias atinentes a Reventón. La revista circuló durante menos de un año, mas su impacto fue mayúsculo y se puede hablar con propiedad y, cual dicen los mexicanos, de un parteaguas: un antes y un después de Reventón en el periodismo de combate. A partir de su irrupción en la escena nacional, los espacios en blanco de los negociados y atropellos se llenarían con los nombres y apellidos de los culpables, porque ya no bastaba con referirse a capitalistas, burgueses, funcionarios, etc. Ese fue el legado de Reventón.
Quizá no se estile y sea inelegante, pero debo concluir esta línea con una aclaratoria. “Nada más poético que las transiciones y las mezclas heterogéneas”, son palabras de Novalis citadas por Borges en reseña de The Albatross book of living prose. Esa frase, según el autor de El Aleph, “define, sin explicarlo, el encanto peculiar de las antologías”. No sé si la selección de reportajes y artículos publicados en Reventón reunidos por Carlos Ramírez Faría en el libro Venezuela huele mal seduzca al lector; sin embargo, sí le proporcionará cierto placer descubrir cómo y por qué ese provocador magazín quincenal cautivó a los lectores hace medio siglo. El prólogo y el epílogo del florilegio abundan con precisión de relojería en datos y cifras; y aunque difiero de su balance subjetivo de los acontecimientos aquí sintetizados, me he valido de sus páginas a fin de refrescar mi memoria.
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