Cuatro tragedias americanas
Moises Naim
La elección de Donald Trump es solo una manifestación de las
fuerzas que tienen a la sociedad estadounidense dividida, crispada y
confundida. Los grandes problemas de ese país son conocidos:
desigualdad, racismo, terrorismo, dificultad para llegar a acuerdos
políticos, menguada influencia internacional.
Con
la excepción del racismo y la desigualdad, estos grandes problemas no
afectan a la vida diaria de los norteamericanos. Hay otros, sin embargo,
que les alcanzan de manera cruel, tangible y frecuente.
Uno de estos es la regulación irresponsablemente laxa de las
armas de fuego. Las cifras son aterradoras. EE UU tiene el 4,4% de la
población del planeta y el 42% de las armas. También el mayor número de
asesinatos masivos, especialmente en las escuelas. Desde 2002, más de
400 estudiantes, maestros y personal escolar han muerto asesinados por
armas de fuego, cinco al mes. En lo que va de 2018, ya ha habido nueve
ataques. Pero en EE UU, el lugar más peligroso para niños y jóvenes no
es el colegio. Es su casa. Muchos más mueren asesinados por armas de
fuego en sus hogares que en las aulas. Los asesinos suelen ser
familiares o conocidos.
El presidente Trump y la Asociación Nacional del Rifle (NRA,
en sus siglas en inglés) sostienen que este no es un problema de armas
sino de salud mental. Pero ningún otro país sufre regularmente de este
tipo de ataques tanto como EE UU, y, estadísticamente, las enfermedades
mentales no son más frecuentes allí que en otros países. Todos los
estudios independientes concluyen que la facilidad con la que se puede
comprar un arma —incluso ametralladoras— es la explicación de estas
masacres.
El 75% de los estadounidenses desea más controles sobre la
venta y la posesión de armas, así como más restricciones en el acceso a
armas de guerra. Pero las preferencias de esa abrumadora mayoría caen
sistemáticamente aplastadas por la NRA, que, disfrazada de ONG, es el lobby
de los fabricantes de armas. Tiene cinco millones de miembros que se
movilizan de manera disciplinada para votar en contra de los políticos
que no apoyen ciegamente sus posiciones extremas. La NRA tiene, además,
mucho dinero para influir en las elecciones. Donó 30 millones de dólares
a la campaña de Donald Trump y otros tres millones a la de Marco Rubio.
Son cantidades minúsculas comparadas con los rendimientos que genera la
venta de armas a sus fabricantes, cuyos lucrativos intereses están bien
protegidos por la NRA. Es decir, una minoría impone sus valores a la
mayoría.
Otra realidad nociva para millones de estadounidenses es el
uso abusivo de opiáceos. Los obtienen tanto legalmente, con receta
médica, como por vías ilícitas. El consumo ilegal de heroína y opiáceos
sintéticos como el fentanilo se ha disparado. En 2015, dos millones de
estadounidenses sufrieron problemas de salud a causa del uso excesivo de
estas drogas. Un tercio de los pacientes que empezaron a consumir
opiáceos para aliviar el dolor terminó abusando de ellos. El 80% de los
adictos a la heroína había tenido previamente un consumo excesivo de
opiáceos. Cada día mueren 115 estadounidenses por sobredosis de estas
drogas. En ningún otro país se recetan y consumen tantos opiáceos como
en Estados Unidos.
Hacia el final de los años noventa, las empresas
farmacéuticas lanzaron una vasta campaña dirigida a persuadir a médicos y
hospitales de que estos medicamentos eran idóneos para aliviar el dolor
y, sobre todo, que no eran adictivos. El resultado fue un enorme
aumento de la prescripción de opiáceos, las sobredosis y los casos de
adicción. También de los beneficios económicos para las empresas. Los
intentos del Gobierno de poner límites a las prescripciones de estas
drogas se encontraron con el veto del poderoso lobby
farmacéutico. De nuevo, los beneficios económicos de unos pocos, con
dinero e influencia en los políticos, tuvieron más peso que el bienestar
de la sociedad.
Pero, al mismo tiempo que en Estados Unidos abundan los
opiáceos que matan, también hay una grave escasez de medicamentos que
salvan. Esta escasez no se debe a que los medicamentos no están
disponibles, sino a que están fuera del alcance de millones de
estadounidenses que no los pueden pagar. Los precios de las medicinas en
EE UU son los más altos del mundo. Allí, el gasto anual medio en
fármacos es de 858 dólares por persona, mientras que en otros 19 países
industrializados la media es de 400 dólares. El 20% de los
estadounidenses dice que los precios tan caros les obligan a racionar
las dosis que los médicos les han recetado o a no renovar la receta
cuando se les acaban las medicinas.
La conducta de algunas empresas farmacéuticas es indignante.
En los últimos años, las compañías han incrementado, sin explicación,
el coste de la insulina para los diabéticos en un 325%. El precio de
Lomustine, una medicina para el tratamiento del cáncer, ha aumentado un
1.400% desde 1993, sin que sus costes de producción hayan aumentado. El
precio de EpiPen, un fármaco antialérgico, saltó de 57 dólares en 2007 a
500 dólares, mientras que el precio de 30 capsulas de cycloserina,
usada para tratar la tuberculosis, subió de 500 dólares a 10.800
dólares. Solamente en 2015, el precio de la cesta de los medicamentos
más usados aumentó 130 veces más que la inflación en general.
El 82% de los estadounidenses quiere unas leyes que bajen los precios de los medicamentos. Pero… el lobby
de las compañías farmacéuticas se disputa con el de la NRA el primer
lugar entre los grupos empresariales con más dinero para bloquear
iniciativas gubernamentales que protejan al consumidor.
Otro fenómeno que está matando a los estadounidenses es el
cambio climático. El año 2017 fue el año que se cobró un mayor coste en
accidentes climáticos de la historia de EE UU: huracanes, incendios
forestales, tornados, inundaciones y sequías. La frecuencia de fenómenos
meteorológicos extremos ha aumentado. California sufrió más incendios
que nunca, varias ciudades registraron sus temperaturas más altas y
sequías prolongadas. El huracán Harvey rompió récords de lluvia y
devastó Puerto Rico, donde, además, dejó 1000 muertos. En febrero, en el
Polo Norte hizo más calor que en algunas partes de Europa. ¿Cómo se
explica la timidez con la que Estados Unidos afronta este problema que,
de seguir como hasta ahora, hará un daño enorme a su gente,
especialmente a los más pobres?
Reducir las emisiones que contribuyen al calentamiento
global puede ser muy costoso para algunos sectores empresariales, que,
naturalmente, preferirían evitar esos costes o posponerlos al máximo y
así salvaguardar sus beneficios. De ahí que hayan contribuido con tanta
eficacia a fomentar el escepticismo, que atenúa la sensación de urgencia
y permite a los políticos cómplices posponer las iniciativas
necesarias. Esta táctica no es nueva. Durante décadas, las empresas de
tabaco financiaron campañas para hacer creer al público que existía un
“debate científico” sobre si fumar producía cáncer. Participaban en él
“científicos escépticos” que argumentaban que no había suficientes
pruebas de un vínculo causal entre tabaco y cáncer. Años después —y
cientos de miles de muertos después— se supo que aquellos “científicos
escépticos” estaban patrocinados por los vendedores de cigarrillos, cuyo
único propósito era confundir a la opinión pública e impedir que el
Gobierno actuara para proteger la salud de la población. Algo parecido
está pasando con el “debate científico” sobre el cambio climático. La
agencia Reuters ha informado de que 25 de las principales empresas
estadounidenses (Google, PepsiCo, DuPont, Verizon, etcétera) financian a
más de 130 miembros del Congreso, casi todos del Partido Republicano,
que se declaran escépticos ante el cambio climático y bloquean
sistemáticamente las iniciativas para reducir las emisiones. ExxonMobil
ha reconocido que durante décadas financió organizaciones cuya misión
era sembrar dudas sobre el consenso científico a propósito del cambio
climático.¿Qué tienen en común estas cuatro tragedias? El dinero. O, mejor dicho, la propensión de algunos empresarios que, en su afán de aumentar y proteger sus ganancias, abusan de sus clientes y de la sociedad. Lo pueden hacer porque se las han arreglado para “secuestrar” las instituciones del Estado encargadas de regularlos y limitar sus prácticas abusivas. Y también porque el Gobierno y los políticos no impiden ese secuestro de los reguladores. Así, a un fallo del mercado (conductas empresariales que dañan a la sociedad) se suma un fallo del Gobierno (inacción debido a su secuestro por parte de intereses particulares). Este secuestro de los reguladores perdura cuando la democracia falla (en las elecciones no se penaliza a los políticos que apoyan más a intereses particulares que a los de los votantes).
La solución es tan obvia como difícil de instrumentar: reparar la democracia donde está rota. No hay prioridad más importante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario