Nuevas inquisiciones
El feminismo es hoy el más resuelto enemigo de la literatura, que pretende descontaminarla de machismo, prejuicios múltiples e inmoralidades
MARIO VARGAS LLOSA
Trato de ser optimista recordando a diario, como quería
Popper, que, pese a todo lo que anda mal, la humanidad no ha estado
nunca mejor que ahora. Pero confieso que cada día me resulta más
difícil. Si fuera disidente ruso y crítico de Putin viviría muerto de
miedo de entrar a un restaurante o a una heladería a tomar el veneno que
allí me esperaba. Como peruano (y español) el sobresalto no es menor
con un mandatario en Estados Unidos como Trump, irresponsable y
tercermundista, que en cualquier momento podría desatar con sus
descabellados desplantes una guerra nuclear que extinga a buena parte de
los bípedos de este planeta.
Pero
lo que me tiene más desmoralizado últimamente es la sospecha de que, al
paso que van las cosas, no es imposible que la literatura, lo que mejor
me ha defendido en esta vida contra el pesimismo, pudiera desaparecer.
Ella ha tenido siempre enemigos. La religión fue, en el pasado, el más
decidido a liquidarla estableciendo censuras severísimas y levantando
hogueras para quemar a los escribidores y editores que desafiaban la
moral y la ortodoxia. Luego fueron los sistemas totalitarios, el
comunismo y el fascismo, los que mantuvieron viva aquella siniestra
tradición. Y también lo han sido las democracias, por razones morales y
legales, las que prohibían libros, pero en ellas era posible resistir,
pelear en los tribunales, y poco a poco se ha ido ganando aquella guerra
—eso creíamos—, convenciendo a jueces y gobernantes que, si un país
quiere tener una literatura —y, en última instancia, una cultura—
realmente creativa, de alto nivel, tiene que tolerar en el campo de las
ideas y las formas, disidencias, disonancias y excesos de toda índole.
Ahora el más resuelto enemigo de la literatura, que pretende
descontaminarla de machismo, prejuicios múltiples e inmoralidades, es
el feminismo. No todas las feministas, desde luego, pero sí las más
radicales, y tras ellas, amplios sectores que, paralizados por el temor
de ser considerados reaccionarios, ultras y falócratas, apoyan
abiertamente esta ofensiva antiliteraria y anticultural. Por eso casi
nadie se ha atrevido a protestar aquí en España contra el “decálogo
feminista” de sindicalistas que pide eliminar en las clases escolares a
autores tan rabiosamente machistas como Pablo Neruda, Javier Marías y
Arturo Pérez-Reverte. Las razones que esgrimen son tan buenistas y
arcangélicas como los manifiestos que firmaban contra Vargas Vila las
señoras del novecientos pidiendo que prohibieran sus “libros
pornográficos” y como el análisis que hizo en las páginas de este
periódico, no hace mucho, la escritora Laura Freixas, de la Lolita
de Nabokov, explicando que el protagonista era un pedófilo incestuoso
violador de una niña que, para colmo, era hija de su esposa. (Olvidó
decir que era, también, una de las mejores novelas del siglo veinte).
Naturalmente que, con ese tipo de aproximación a una obra
literaria, no hay novela de la literatura occidental que se libre de la
incineración. Santuario, por ejemplo, en la que el degenerado
Popeye desvirga a la cándida Temple con una mazorca de maíz ¿no hubiera
debido ser prohibida y William Faulkner, su autor, enviado a un calabozo
de por vida? Recuerdo, a propósito, que la directora de La Joven
Guardia, la editorial rusa que publicó en Moscú mi primera novela con
cuarenta páginas cortadas, me aclaró que, si no se hubieran suprimido
aquellas escenas, “los jóvenes esposos rusos sentirían tanta vergüenza
después de leerlas que no podrían mirarse a la cara”. Cuando yo le
pregunté cómo podía saber eso, con la mirada piadosa que inspiran los
tontos, me tranquilizó asegurándome que todos los asesores editoriales
de La Joven Guardia eran doctorados en literatura.
En Francia, la editorial Gallimard había anunciado que
publicaría en un volumen los ensayos de Louis Ferdinand Céline, quien
fue un colaborador entusiasta de los nazis durante los años de la
ocupación y era un antisemita enloquecido. Yo no le hubiera dado jamás
la mano a ese personaje, pero confieso que he leído con deslumbramiento
dos de sus novelas —Voyage au bout de la nuit y Mort à Crédit—
que, creo, son dos obras maestras absolutas, sin duda las mejores de la
literatura francesa después de las de Proust. Las protestas contra la
idea de que se publicaran los panfletos de Céline llevaron a Gallimard a
enterrar el proyecto.
Quienes quieren juzgar la literatura —y creo que esto vale
en general para todas las artes— desde un punto de vista ideológico,
religioso y moral se verán siempre en aprietos. Y, una de dos, o aceptan
que este quehacer ha estado, está y estará siempre en conflicto con lo
que es tolerable y deseable desde aquellas perspectivas, y por lo tanto
lo someten a controles y censuras que pura y simplemente acabarán con la
literatura, o se resignan a concederle aquel derecho de ciudad que
podría significar algo parecido a abrir las jaulas de los zoológicos y
dejar que las calles se llenen de fieras y alimañas.
Esto lo explicó muy bien Georges Bataille en varios ensayos, pero, sobre todo, en un libro bello e inquietante: La literatura y el mal.
En él sostenía, influido por Freud, que todo aquello que debe ser
reprimido para hacer posible la sociedad —los instintos destructivos,
“el mal”— desaparece sólo en la superficie de la vida, no detrás ni
debajo de ella, y que, desde allí, puja para salir a la superficie y
reintegrarse a la existencia. ¿De qué manera lo consigue? A través de un
intermediario: la literatura. Ella es el vehículo mediante el cual todo
aquel fondo torcido y retorcido de lo humano vuelve a la vida y nos
permite comprenderla de manera más profunda, y también, en cierto modo,
vivirla en su plenitud, recobrando todo aquello que hemos tenido que
eliminar para que la sociedad no sea un manicomio ni una hecatombe
permanente, como debió serlo en la prehistoria de los ancestros, cuando
todavía lo humano estaba en ciernes.
Gracias a esa libertad de que ha gozado en ciertos períodos y
en ciertas sociedades, existe la gran literatura, dice Bataille, y ella
no es moral ni inmoral, sino genuina, subversiva, incontrolable, o
postiza y convencional, mejor dicho muerta. Quienes creen que la
literatura se puede “adecentar”, sometiéndola a unos cánones que la
vuelvan respetuosa de las convenciones reinantes, se equivocan
garrafalmente: “eso” que resultaría, una literatura sin vida y sin
misterio, con camisa de fuerza, dejaría sin vía de escape aquellos
fondos malditos que llevamos dentro y estos encontrarían entonces otras
formas de reintegrarse a la vida. ¿Con qué consecuencias? El de esos
infiernos donde “el mal” se manifiesta no en los libros sino en la vida
misma, a través de persecuciones y barbaries políticas, religiosas y
sociales. De donde resulta que gracias a los incendios y ferocidades de
los libros, la vida es menos truculenta y terrible, más sosegada, y en
ella conviven los humanos con menos traumas y con más libertad. Quienes
se empeñan en que la literatura se vuelva inofensiva, trabajan en verdad
por volver la vida invivible, un territorio donde, según Bataille, los
demonios terminarían exterminando a los ángeles. ¿Eso queremos?
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© Mario Vargas Llosa, 2018.
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