miércoles, 16 de mayo de 2012

Carlos Fuentes y de pronto la noche



       Abel Ibarra

“Ognuno sta solo sul cuor della terra, trafitto da un raggio di sole: ed è subito sera”, dice Salvatore Quasimodo de la muerte. Sí, “uno está solo en el corazón de la tierra, atravesado por un rayo de sol y, de pronto, la noche”, cosa que le ocurrió a Carlos Fuentes cuando le llegó la parca sin aviso y sin protesto. La vida de Carlos Fuentes fue un paso luminoso por la tierra con sus alforjas cargadas de libros, películas, celebraciones y desafío a todo lo convencional, que hizo un paréntesis en este oscuro momento.

Su imagen me regresa en fogonazos de memoria desde el día en que recibió el Premio “Rómulo Gallegos” por su obra “Terra Nostra”. Resultaba una disonancia cognoscitiva vincular su estampa de galán de cine, de charro sin pistolas, de astro charmant, con el apocalipsis narrativo que sustenta la novela. Polo Febo, un manco que se gana la vida como hombre sándwich para promover las exquisiteces de un café, se levanta un día como cualquiera para cumplir su tarea cotidiana y, luego de tomar una ducha con su único brazo, sale a las calles de París para asistir a los prolegómenos del fin del mundo.

El fundamento conceptual de la novela (sí, es una obra de tesis, es decir, que propone una “visión de mundo”) se halla en el Milenarismo, doctrina que postula la llegada del Mesías cada mil años y se articula sobre el mundo con el Apocalipsis. El asunto fue objeto de innúmeras discusiones cuando en las clases de Adriano González León (“padre y maestro mágico, liróforo celeste”, como le gusta decir a Rubén Darío) nos encaramos con las tendencias literarias contemporáneas.

Basados en el prestigio del premio y en el desafío que significaba desentrañar las claves secretas que le dan vida a “Terra Nostra”, decidí, junto a una amiga de compañía dulce y tormentosa que ya se fue del planeta, hacer la tesis de grado con un ensayo acerca de la infernal obra. Apilamos sobre el escritorio común todo lo que tuviera que ver con las utopías (emparentadas con el Milenarismo), partiendo de la República de Platón, el Gilgamesh, los Mitos de Hesíodo, la propia Utopía de Tomás Moro, la Civita Dei de San Agustín, el Walden de Skinner, pero eso sí, sin reparar en los socialistas utópicos Fourier y Saint Simon, porque ya habíamos comenzado a dejarnos de eso.

El caso es que llegamos al llegadero gnoseológico del Apocalipsis de San Juan para seguirle la pista al demonio que anda por las páginas de Terra Nostra. Comenzamos a leer con fruición todo el texto fatídico y se fue creando una atmósfera lúgubre, como de vaho sulfuroso entre las cuatro paredes del apartamento. La perra comenzó a ladrar con actitud firme hacia el balcón (como si estuviera leyendo el 666 en la frente de la bestia) y constatamos que era imposible para un ser humano subir hasta el tercer piso sin escalera.

Al día siguiente le confesamos al poeta Eleazar León y a Adriano que nos había salido el diablo. Stefania Mosca escribió su tesis sobre Borges y yo sobre Juan Rulfo. Y, para conjurar el asunto, le pusimos música con mi guitarra a “Ognuno sta solo sul cuor della terra…”, convencidos de que Carlos Fuentes era un narrador de cosas que ocurren en el Más Allá. Vale.

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