ENRIQUE KRAUZE
LETRAS LIBRES
Un día de primavera en 1981, mientras corregía galeras en la redacción de la revista Vuelta,
recibí la llamada del historiador Richard M. Morse para invitarme a
desayunar. Acepté con entusiasmo. Años atrás había leído en Plural (la revista antecesora de Vuelta)
su ensayo "La herencia de Nueva España" que había sido una revelación
no sólo para mí sino para el director, Octavio Paz, que preparaba su
biografía de sor Juana Inés de la Cruz. En aquel número (que Paz tituló
"Nueva España entre nosotros") Morse equiparaba por primera vez la
categoría weberiana del "Estado patrimonialista" tradicional al Estado
"tomista" español que dominó por trescientos años sus reinos de ultramar
con indiscutida e indisputada legitimidad. Era un hallazgo notable.
Paz, que desde El laberinto de la soledad se dedicaba a pensar
lo que llamaba "la naturaleza histórica" de México, asimiló aquel
concepto y lo utilizó en diversos ensayos sobre historia mexicana. Le
parecía convincente la discusión de Morse sobre la supervivencia de
aquel orden (que Morse llamaba "tomista" y Weber "patrimonialista") en
el régimen mexicano posterior a la Revolución. En efecto, la cuasi
monarquía del PRI era como un cuerpo político presidido por la cabeza
presidencial; un edificio corporativo antiguo, duradero e incluyente,
donde cabían todas las clases supuestamente antagónicas. No una
democracia, sin duda, pero tampoco una tiranía. Menuda sorpresa: ¡santo
Tomás había escrito el libreto de nuestra historia política! ¿Cómo no
conocer al autor de semejante idea?
Morse tenía la pinta de un gringo prototípico. Era alto, de vivarachos ojos azules, lentes gruesos, tez muy blanca, quijada cuadrada, pelo ralo y encanecido (que peinaba de izquierda a derecha). Aunque iba a cumplir 60 años y caminaba un poco desgarbado, conservaba trazas de su apostura juvenil. Tiempo después, en las frecuentes visitas que le hice en su hogar de Georgetown, descubrí su lado pícaro, inquieto, distraído, pero en aquel primer encuentro en un ruidoso restaurante de la Ciudad de México su tono era otro, como el de un vidente del pasado: en ocho horas me resumió ocho siglos de historia, una cátedra sobre lo que llamaba "la dialéctica del Nuevo Mundo".
Le pregunté de dónde provenía su tesis sobre el tomismo como filosofía fundadora en Iberoamérica. "Es una larga historia que recojo en El espejo de Próspero, el libro que estoy por terminar", me dijo, y sin más comenzó a narrar, detalladamente, el "papel preparatorio" que para la tradición filosófica moderna había tenido Pedro Abelardo (1079-1142). A partir de allí, pasando por el pensamiento embrionariamente experimental, tolerante, pluralista de Guillermo de Occam, despuntaba una línea que conducía a las grandes revoluciones científicas, filosóficas y religiosas de la Edad Media y el Renacimiento, para desembocar finalmente en dos "compromisos históricos". Por un lado, en el mundo anglosajón (que abrazó esas revoluciones con entusiasmo), la línea conducía a Hobbes y Locke, principales fundadores de la cultura política inglesa en el siglo XVII. Pero un siglo antes, la vertiente ibérica (más bien reacia a esas revoluciones) había adoptado como autoridad a santo Tomás de Aquino (1224/5-1274). Partiendo de esa "proeza arquitectónica" (así llamaba Morse a la Summa Teológica) tres generaciones de filósofos, juristas y teólogos escolásticos españoles habían construido las "premisas culturales" del orbe hispano: el dominico Francisco de Vitoria (1483-1546), sus discípulos de la misma orden Domingo de Soto (1494-1560) y Melchor Cano (1509-1560), y los jesuitas Juan de Mariana (1536-1624) y Francisco Suárez (1548-1617). "Fueron preponderantes –me señaló– pero tuvieron un adversario formidable, no inglés sino florentino: Maquiavelo". Salí deslumbrado por la contemplación de aquella perspectiva. Sentí que había conocido a un discípulo americano de Hegel.
A los pocos días recibí desde Stanford una carta suya con el manuscrito parcial de El espejo de Próspero1, que aparecería un año después publicado por Arnaldo Orfila Reynal en Siglo XXI. Así dio comienzo nuestra amistad. Había descubierto la clave de Morse. "No te apartes de ella e irás sobre seguro", me dijo al final de su vida. El pueblo soy yo parte de un diálogo con ese libro que cambió la mía.
Morse tenía la pinta de un gringo prototípico. Era alto, de vivarachos ojos azules, lentes gruesos, tez muy blanca, quijada cuadrada, pelo ralo y encanecido (que peinaba de izquierda a derecha). Aunque iba a cumplir 60 años y caminaba un poco desgarbado, conservaba trazas de su apostura juvenil. Tiempo después, en las frecuentes visitas que le hice en su hogar de Georgetown, descubrí su lado pícaro, inquieto, distraído, pero en aquel primer encuentro en un ruidoso restaurante de la Ciudad de México su tono era otro, como el de un vidente del pasado: en ocho horas me resumió ocho siglos de historia, una cátedra sobre lo que llamaba "la dialéctica del Nuevo Mundo".
Le pregunté de dónde provenía su tesis sobre el tomismo como filosofía fundadora en Iberoamérica. "Es una larga historia que recojo en El espejo de Próspero, el libro que estoy por terminar", me dijo, y sin más comenzó a narrar, detalladamente, el "papel preparatorio" que para la tradición filosófica moderna había tenido Pedro Abelardo (1079-1142). A partir de allí, pasando por el pensamiento embrionariamente experimental, tolerante, pluralista de Guillermo de Occam, despuntaba una línea que conducía a las grandes revoluciones científicas, filosóficas y religiosas de la Edad Media y el Renacimiento, para desembocar finalmente en dos "compromisos históricos". Por un lado, en el mundo anglosajón (que abrazó esas revoluciones con entusiasmo), la línea conducía a Hobbes y Locke, principales fundadores de la cultura política inglesa en el siglo XVII. Pero un siglo antes, la vertiente ibérica (más bien reacia a esas revoluciones) había adoptado como autoridad a santo Tomás de Aquino (1224/5-1274). Partiendo de esa "proeza arquitectónica" (así llamaba Morse a la Summa Teológica) tres generaciones de filósofos, juristas y teólogos escolásticos españoles habían construido las "premisas culturales" del orbe hispano: el dominico Francisco de Vitoria (1483-1546), sus discípulos de la misma orden Domingo de Soto (1494-1560) y Melchor Cano (1509-1560), y los jesuitas Juan de Mariana (1536-1624) y Francisco Suárez (1548-1617). "Fueron preponderantes –me señaló– pero tuvieron un adversario formidable, no inglés sino florentino: Maquiavelo". Salí deslumbrado por la contemplación de aquella perspectiva. Sentí que había conocido a un discípulo americano de Hegel.
A los pocos días recibí desde Stanford una carta suya con el manuscrito parcial de El espejo de Próspero1, que aparecería un año después publicado por Arnaldo Orfila Reynal en Siglo XXI. Así dio comienzo nuestra amistad. Había descubierto la clave de Morse. "No te apartes de ella e irás sobre seguro", me dijo al final de su vida. El pueblo soy yo parte de un diálogo con ese libro que cambió la mía.
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