TRANSICIÓN HACIA QUÉ
Marta DE LA VEGA
@martadelavegav
Las
transiciones más conocidas hacia la democracia en el mundo hispánico son la
española, la portuguesa y la chilena.
Las tres tienen en común haber pasado en forma pacífica de una dictadura
militar a un gobierno civil.
La
transformación del sistema político y nuevas reglas de juego fueron la
consecuencia de una concertación unitaria de diferentes ópticas políticas y
distintas perspectivas ideológicas. Se produjo un esfuerzo deliberado entre dirigentes,
grupos de presión, representantes de la sociedad civil, figuras con autoridad
moral, con peso académico, con liderazgo social y ciudadanos dispuestos a la
lucha cívica para restaurar la democracia.
Movidos
en dirección coincidente por un bien superior y un propósito común, más allá de
intereses partidistas, se trataba de rescatar el estado de derecho, la
independencia de los poderes públicos, las instituciones arrasadas por el
personalismo, una democracia constitucional y, sobre todo, la dignidad y la
decencia de la gente, pisoteadas por una opresión sanguinaria, humillante,
envilecedora, que destruyó mucho. La autocracia en esos países dejó un trágico
balance: inútiles y absurdas pérdidas de vidas humanas, sueños rotos, proyectos
truncados, diáspora forzada.
La
situación venezolana no es la de una dictadura militar pero los militares han
sido especialmente beneficiados, particularmente en los rangos superiores, por
la militarización del poder. La apariencia de democracia en algunos aspectos
formales oculta la realidad de un régimen ilegítimo por su origen y desempeño,
cuyo gobierno es, por eso, tiránico. Tenemos un poder bicéfalo. Por un lado, el
gobierno interino, constitucional y legítimo, sin instituciones bajo su
liderazgo ni poder sobre las fuerzas armadas. Por otro lado, un gobierno
usurpador, sin fuerza moral, ni autoridad, con capacidad de reprimir y someter a
la población por la extorsión, el miedo y el terrorismo de estado.
El
único objetivo de los usurpadores es aferrarse al poder a cualquier precio y
lucrarse del patrimonio público. No importa si para lograrlo son cometidos
crímenes de lesa humanidad: torturas, ejecuciones extrajudiciales, detenciones
arbitrarias, desapariciones forzadas, violencia sexual. No importa que hayan colapsado
los hospitales, el sistema educativo, la infraestructura; que la hiperinflación
haya destruido el ingreso de las familias y mueran muchos ciudadanos de
desatención por falta de medicamentos y equipos médicos, por inanición, por
desnutrición o de enfermedades que habían sido erradicadas, como la
tuberculosis, el paludismo o la la fiebre amarilla.
Venezuela,
en un complejo escenario geopolítico, es peón del ajedrez de regímenes autocráticos,
en el que se juegan la guerra híbrida, la manipulación y control cibernéticos,
a la vez que poderosos intereses económicos y la expoliación de recursos
naturales y estratégicos venezolanos, en especial por parte de Rusia, Irán,
China, Turquía y Siria, con Cuba como principal articulador y beneficiario.
El
país, dominado por una camarilla militar civil mafiosa que ha usurpado las
estructuras del Estado, pervertido las funciones de este y que se halla vinculada
al crimen organizado transnacional, está en ruinas. Además de la crisis
humanitaria compleja que padece su población, Venezuela sufre la explotación
depredadora y salvaje de recursos minerales muy valiosos a favor de consorcios
extranjeros, con la complicidad de grupos nacionales vinculados a la cúpula del
alto mando.
Sin
olvidar la cleptocracia en el sector público, el aparato productivo ha sido
reducido o destruido por el despojo a empresarios privados o la intervención
estatal desmedida y abusiva en contra de la producción manufacturera y agrícola.
Ha florecido una economía ilícita basada en el narcotráfico y el contrabando,
que ha desatado una guerra para controlar el territorio nacional entre grupos criminales
colombianos, con el ELN, las FARC y sus facciones e Irán y Siria, con radicales
islamistas como Hezbollah.
¿Cómo
se puede entonces alcanzar una transición y hacia qué? Hay al menos cuatro
transiciones, con la política y la económica. No basta nuevo gobierno, sino un
cambio de modelo político. Para construir democracia, se requiere que el voto
elija: elecciones de todos los poderes, no solo regionales o locales. Si no, la
autocracia se consolida. No concentración y control imperativo del Estado sino
economía abierta y competitiva. Economía de mercado con equidad, esto es, un
Estado social de derecho y justicia, para superar el Estado fallido y criminal.
Y, sobre todo, un cambio estructural de mentalidad.
La
dinámica social no puede estar orientada hacia el poder exclusivamente.
Aprender a hacer las cosas bien, no para salir del paso, es exigir la
excelencia con integridad; impulsar a la vez el respeto a la ley y el deseo de
superación es afianzar la cultura cívica. En tal sentido, la educación es clave
para construir nuevos acuerdos sociales.
Los
que nos llevaron hasta aquí, desde la restauración de la democracia después de
1958, no funcionaron para lograr cambios estructurales y cualitativos, ni en el
plano económico y político ni en el cultural; deben ser revisados y transformados.
Que la transgresión no sea la norma significa ética del respeto y cuidado por
el otro, honradez, probidad y aspiración al logro. Que no triunfe el más
pícaro, sino el más meritorio, significa edificar confianza y consolidar el
tejido social: capital social. Todo lo demás viene por añadidura…
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