Nada ha terminado
André Glucksmann
El País,
El 11 de septiembre se vivió, de entrada, como imposible. Los testigos
no creen lo que están viendo, las desvalidas autoridades se creen en plena
ciencia-ficción, los prudentes que quieren mantener el sentido común lo pierden
al fabular delirantes conspiraciones (la CIA, los judíos, misteriosos
especuladores inmobiliarios). Aun así, lo imposible tuvo lugar y a ese lugar no
por casualidad se le nombró Zona Cero, o sea, el espacio devastado de las
primeras experiencias atómicas. Tampoco hay casualidad alguna en que las
autoridades supremas sean introducidas manu militari en los refugios antinucleares: se ajusta el
imposible nuevo al imposible antiguo. El apocalipsis hace acto de presencia,
pero no del modo en que estaba previsto a lo largo de la guerra fría. Hay que
reaprender a "pensar lo impensable", como lo prescribía un célebre
libro de estrategia nuclear de los años cincuenta.
Por
fulgurante que parezca, un acontecimiento no es nunca un comienzo absoluto. Una
vez disipado el espanto general, es obligado hacer constar que el ataque de
Nueva York no es radicalmente inaudito ni en su inspiración, ni por sus
actores, ni incluso en su modo operativo. La estrategia del pánico mediante el
incendio de las ciudades y el enloquecimiento deliberado de la población fue
teorizado hace siglo y medio por el nihilismo ruso, por Bakunin, Netchaiev, o
por el mismo Dostoievski. El proyecto de tener como objetivo indiscriminado a
los civiles no data de septiembre de 2011, desde Guernica, los fanatismos
profanos o celestes han despoblado sin remordimientos al siglo XX. El modo
operativo tampoco carece de antecedentes: el objetivo fue atacado en 1993 (en
el subsuelo, con un vehículo cargado de explosivos); el medio, un avión
desviado, se ensayó en Navidad de 1994 (el Airbus de Argel debía abatirse sobre
París). En cuanto al carácter suicida de los asesinos erigiéndose en misiles
humanos -"¡viva la muerte!"- solo puede parecerle inverosímil a los
ingenuos: bolcheviques, nazis e integristas de toda calaña abundan en
sacrificadores profesionales resueltos a sacrificarse ellos mismos por "el
bien de la causa". Las piezas del rompecabezas se desplegaban así en el
desorden, faltaba el concepto que permitiera imaginar lo inimaginable.
Incluso
si algunos responsables norteamericanos o europeos presentían la existencia de
un riesgo mayor, la ventaja seguía perteneciendo a Bin Laden, que calculaba con
antelación sus jugadas. Cuando unos meses antes el comandante Masud intentó que
París se movilizase, solo le acogió un puñado de "intelectualoides",
también dos o tres diputados. Puertas cerradas tanto en El Elíseo (Chirac) como
en Matignon (Jospin), recepcióncalamitosa en un pasillo del Quai d'Orsay. Masud
proponía una alianza contra los talibán y estos le asesinaron dos días antes de
atacar Nueva York; más tarde, demasiado tarde, sus tropas liberaron Kabul. El
11-S no era fatal, a condición de prevenir su posibilidad. Se ha explicado la
ceguera general por la parálisis burocrática (CIA contra FBI) y las rivalidades
en el vértice. Explicaciones demasiado cortas: una visión incisiva y
consensuada de los riesgos que se corrían en común hubiera barrido esos conflictos
rituales y fatigosos. Por el contrario, el prejuicio de vivir "el final de
la historia" embriagaba a nuestros buenos apóstoles: ¡la guerra fría ha
terminado, las amenazas mayores se han abolido!
El optimismo
estratégico celebraba la desaparición del Gran Enemigo Único: ya no hay
adversario omnipresente, por tanto, ya no hay adversidad. Este razonamiento
falaz servía de pasaporte para el mejor de los mundos: los presupuestos
militares se disolvían, la paz universal estaba al alcance de la mano, tan solo
subsistían los "conflictos de baja intensidad" que devastaban los
suburbios del mundo sin inquietar a las metrópolis repantingadas en su
seguridad. El 11-S hace pedazos ese quietismo compartido: de Kabul en llamas al
derrumbe de Manhattan la consecuencia es directa. En política como en economía,
basta con pretender que una crisis general está definitivamente excluida para
bajar la guardia y abrir las puertas al desastre: el Cándido de Voltaire y su crítica del optimismo
leibniz-panglossiano debe convertirse en introducción obligada a toda
geopolítica del siglo XXI.
Diez
años más tarde, ¿hemos franqueado el círculo encantado de nuestros sueños
eufóricos que tan caro pagamos? Sí y no.
Sí:
Estados Unidos revaluó sus alianzas incondicionales. ¿Acaso no había
suministrado Arabia Saudí su ideología (el salafismo) a Al Qaeda, su
financiación y una base de reclutamiento (14 de los 19 piratas aéreos eran
hijos de la buena sociedad saudí)?
Consecuencia
teórica: "El hecho de que durante 60 años las naciones occidentales hayan
excusado y se hayan acomodado a la falta de libertad en Oriente Próximo en nada
ayudó a nuestra seguridad, porque a largo plazo la estabilidad no puede ser
comprada al precio de la libertad" (G. W. Bush, 7/11/2003).
Consecuencia
práctica: Sadam Husein, perdonado en 1991 como efecto de la presión saudí al
precio de la doble masacre de kurdos y chiíes, es ahorcado. Más tarde, a los
déspotas presa de los levantamientos populares "se les deja
plantados" (Túnez, Egipto, Libia). Mediterráneo, Oriente Próximo salen de
una historia fría y de sociedades heladas. La losa de plomo salta para bien, ya
que en todas partes las reivindicaciones democráticas dan cuerpo a sueños de
libertad. O para mal, ya que hay que contar hasta tres: 1. Una juventud
inquieta parcialmente afín a la Ilustración; 2. Unos partidos religiosos que
sueñan con el califato; 3. Unos aparatos militares que nadan en la corrupción,
propensos a reprimir. Con, en la trastienda, unos Padrinos (Rusia y China) que
apoyan en Irán y en Siria la podredumbre de los poderes torturadores.
No:
las ilusiones de un optimismo engañoso oscurecen otra vez los cerebros
dirigentes. Una vez eliminado Sadam, Washington estimó resuelto el problema. En
mala hora. El asesinato de iraquíes por otros iraquíes, gran deporte del
difunto régimen, continuó con otras etiquetas. Todavía hoy -con la excepción
quizá de Túnez-, los países que celebran su primavera no parecen muy
inmunizados contra la peste del terrorismo, de la intolerancia, de la xenofobia
y de las guerras tribales.
La
Unión Europea tiende al dejar hacer de las no intervenciones, mariposea y se
divide. Cuando, con británicos y franceses a la cabeza, los europeos osan
emprender una intervención humanitaria armada (¡bravo!), corren el riesgo de
cantar victoria demasiado deprisa: lo siguiente a Gadafi promete ser tan tenso
como lo siguiente a Sadam si los que condenaron a muerte a las enfermeras
búlgaras pasan, una vez hechos al cambio, por demócratas de pura cepa. Y si a
las redes de Al Qaeda, que han saqueado los arsenales del antiguo régimen, se
les toma por monaguillos. El viejo continente navega a ciegas. Sus
complacencias respecto a la Rusia putiniana, corrompida hasta los huesos,
violenta y nihilista, protectora de los Asad, dan prueba de hasta qué punto se olvida
la lección disuasiva del 11-S.
Bin Laden ha muerto,
su red sobrevive dispersa. Pero la capacidad de daño que golpeó a Manhattan
persiste. Fueron suficientes unas regiones fuera de la ley (eso nunca falta),
unos padrinos sin escrúpulos (que tampoco faltan), para que un pequeño grupo
armado con cúteres golpeara en el corazón de la potencia mundial número 1.
¡Imaginemos los estragos si lo hubiera hecho en una central nuclear! El
paradigma de Hiroshima ha prescrito, en adelante, la capacidad de asolar la
historia y de poner fin a la aventura humana escapa al monopolio de los grandes
estados. ¿En provecho de quién? En provecho de no importa quién. "Una vez
derribados los límites de lo posible, es difícil volverlos a levantar",
dejó dicho Clausewitz, anunciando que la era de las batallas con megamasacres
no se acabó con Napoleón. La Belle
époque se burló de ello, pero
el siglo siguiente lo confirmó. Bin Laden ha desaparecido, pero no la
estrategia de los odios radicales y sin piedad.
André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de Juan Ramón
Azaola.
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