Aníbal Romero
Las recientes apariciones públicas del Presidente de la República permiten varias interpretaciones: en primer lugar, en un plano humano elemental, resulta evidente que el jefe del Estado experimenta la perplejidad y miedo que la toma de conciencia de nuestra finitud suscita en cada uno de nosotros, en algún momento de nuestras vidas. Es un miedo normal que, en el caso de una persona acostumbrada al ejercicio del poder y rodeada de adulantes, seguramente se acentúa y multiplica. En días recientes, su santidad el Papa afirmó: “La soberbia es la esencia del pecado”. Esta frase de Benedicto XVI permite, en segundo lugar, aclarar otro aspecto de la crisis individual de Hugo Chávez, y apreciar con mayor nitidez sus repercusiones institucionales. Me refiero, por un lado, al contraste entre sus plegarias al cielo, sus solicitudes a Dios para que prolongue su vida y su afirmación de que “ahora es más cristiano que nunca” y, por otro lado, una trayectoria política que estos pasados años se caracterizó por sus ataques implacables a la Iglesia Católica, sus ofensas a cardenales, obispos y sacerdotes, y su reiterada prédica marxista.
Nos enfrentamos a una contradicción elocuente que pone de manifiesto no solamente una falta de seriedad verdaderamente patética en cualquier ser humano, sino particularmente cuestionable en el caso de un personaje con las ansias de figuración histórica, permanente y prepotente actitud de perdonavidas, y propensión a humillar a los otros, que siempre ha revelado el caudillo de la disparatada “revolución bolivariana”.
Lo más asombroso de todo esto (aunque tal vez ya nada proveniente de Hugo Chávez debería sorprendernos), es la absoluta incapacidad para la autocrítica que ha exhibido en sus intervenciones, rogando a la Divina Providencia la extensión de su existencia. Después de trece años de arbitrariedades y abuso de poder, de persecuciones e injustos encarcelamientos por motivos políticos; luego de más de una década durante la cual nuestra sociedad ha sido deliberadamente sometida a un proceso de división y propagación del odio; de un tiempo que ha visto morir violentamente a decenas de miles y la emigración masiva de otros tantos, así como el desmantelamiento de la estructura institucional y productiva que Venezuela había levantado con el empeño de varias generaciones. Después de este período de oprobiosa sumisión del país al despotismo castrista, y de utilización caprichosa y sin controles de los recursos públicos, el Presidente de la República, llegada la hora de hacer un balance, se muestra tercamente renuente a abrir, al menos, una pequeña rendija que apunte más allá de la soberbia, el delirio y la autocomplacencia, y le posibilite comprender y asumir su culpa.
Esa culpa palpita en el corazón de Venezuela. Ignoro si será juzgada en esta tierra o si tocará hacerlo al Autor del universo, más allá de nuestras limitaciones. Pero si bien la culpa, en un plano ético y político, es clara e inequívoca, de alguna contrición no se vislumbra ni atisbo. Por el contrario, y en forma cuasi mágica y frívola, con un rosario bendito colgando del cuello, Hugo Chávez pide la intervención de Cristo para que le conceda años adicionales y proseguir así su obra destructiva.
En una dimensión adicional de las cosas, pienso que la muerte, no menos que la vida, exige de nosotros un esfuerzo de dignidad. Me pregunto si los familiares del Presidente, o los oportunistas que le circundan, captan la naturaleza poco digna de lo que estamos presenciando y procuran atenuarla.
O quizás también tienen miedo.
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