Ibsen Martínez
Para todo fin práctico, Chávez está secuestrado. Secuestrado por su enfermedad, de cuya gravedad sólo sabemos lo que Elías Jaua o el inefable doctor Marquina nos piden que creamos. Y secuestrado, a su vez, por una peligrosa y desesperada banda de facinerosos cubanovenezolanos.
La banda de secuestradores, comandada por los hermanos Castro, se había venido doblando, según el problema que afrontase, en estrategas electorales o en jefes militares de una fuerza de ocupación. Últimamente prevalece en estos últimos un protervo instinto que aconseja impedir que en Venezuela se lleven a cabo elecciones presidenciales en octubre de este año.
La situación se presenta como ideal para realizar un sueño largamente acariciado por el mayor de los hermanos Castro: ponerle la mano al petróleo de Venezuela, lo que en el caso de Fidel, significa echarnos la garra de una dictadura despiadada y hacerlo para siempre jamás.
El anhelo de sojuzgarnos trató de realizarse por primera vez en 1959, cuando corrimos con la buena suerte de que el único hombre que en toda Latinoamérica no había caído bajo el hechizo del barbudo que bajó de la sierra era, justamente, presidente de Venezuela: Rómulo Betancourt.
En aquel entonces salimos bien librados porque Betancourt le dio un oportuno "parao" al jefe de los secuestradores. Pocos años más tarde, convertido ya en el máximo líder del primer país comunista del continente (y satélite de la antigua Unión Soviética), Fidel Castro se puso al frente de un sistemático asalto a mano armada a escala continental que cobró la forma de románticas y sangrientas "guerras de liberación nacional". En esto no hacía más que darle carácter de cruzada interamericana a lo que en su juventud no había sido más que compulsión de pandillero gatillo alegre. Todas las guerrillas comunistas que Castro alentó y financió por aquellos años sesenta fueron también rotunda y sistemáticamente derrotadas, notablemente la guerrilla venezolana.
La proverbial avidez de Fidel Castro por el poder total es proteica: sabe cambiar de forma y de estrategia. En el Chile de Allende su estrategia fue "colonizar", en el sentido en que un virus maligno coloniza un organismo, el turbulento proceso político de otro país. Las cosas no salieron como el secuestrador mayor imaginaba, pero la idea de colonizar insidiosamente un país, en lugar de rendirlo por la vía de las armas, se incorporó para siempre a su menú de estrategias.
Hoy Venezuela es, de nuevo, objeto de las ambiciones del ya senecto pandillero y es el terreno donde se despliega, esta vez con mucho mayor éxito, la estrategia colonizadora. Para ser justos, si Venezuela es un rehén de los hermanos Castro junto con su Presidente, sus fuerzas armadas y sus instituciones, ha sido más por obra de un golpe de suerte que fruto de la ingeniosidad y la diligencia de los hermanos Castro.
Pero ahorrémonos el relato de los errores que nos han traído hasta aquí. El hecho escueto es que Chávez, el providencial subcomandante Chávez, es hoy la doble víctima del cáncer y de una de las más desternillantes y letales surpercherías del siglo XX latinoamericano: el mito de la medicina cubana. La superstición de que en Cuba puedan tener el Bálsamo de Fierabrás que todo lo cura, sumada a la paranoia que embarga y paraliza el juicio de los tiranos, ha puesto a Chávez en manos de sus secuestradores. Y con él, a todos nosotros. Usted y yo, amigo lector.
La pandilla salvaje preside una mostrenca federación cubano-venezolana que se ramifica por todas las instituciones de nuestro país. El revulsivo testimonio de un estulto general, exmagistrado analfabeta, envilecido cacaseno al servicio de un cartel de generales narcotraficantes venezolanos, no deja lugar a dudas de cuán lejos están dispuestos a llegar los secuestradores habaneros y sus cómplices locales.
Es sabido que seres como Fidel Castro se desenvuelven con intuitiva eficacia al borde de los abismos. Es una virtud que los politólogos gringos (los gringos tienen un nombre para todo) llaman brinkmanship . También es archiconocida su aversión a las elecciones de cualquier tipo, congruente por su mortífero desdén por la democracia y la sociedad abierta.
Como en los dramas de suspenso bien urdidos, el factor tiempo, representado por la cuenta regresiva de un reloj digital, los tejemanejes de la pandilla salvaje, la cubana y sus filiales venezolanas, se tornarán más frenéticos, osados y potencialmente funestos a medida que nos acerquemos a octubre.
¿Será posible, a estas alturas, derrotar el imperecedero designio castrista de avasallar a Venezuela? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero lo que sí está cada día más claro es que el futuro de nuestras libertades dependerá cada vez menos de los arrebatos y vociferaciones de un delirante caudillo gravemente enfermo y más de la decisión de todos los venezolanos agrupados en torno a la idea de unidad, reconciliación y democracia.
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