LUIS PEDRO ESPAÑA
Prodavinci
La preocupación que tenían muchos politólogos del continente y, especialmente de nuestro país, ha sido superada. Ya no puede haber dudas sobre como denominar al sistema político de la aventura llamada Socialismo del Siglo XXI. Estamos en presencia de una dictadura en proceso, es decir, de un régimen que cada día se define más como lo que es: Autocrático, aislacionista y totalitario.
La concentración “de facto” de todos los poderes en el Ejecutivo, especialmente los de la Asamblea Nacional, tras el intento fallido de legitimarlo por medio de las infames sentencias 155 y 156 de la Sala Constitucional, así como, la confiscación de los derechos electorales en el último trimestre del año pasado, con la anulación de la convocatoria al Referéndum Revocatorio; el desconocimiento en proceso del Ministerio Público y la Fiscalía General; el histérico anuncio del retiro de la OEA y, para estupor de toda la comunidad internacional; la represión y violación de los derechos humanos en estos últimos días, no son sino indicadores de la evidencia: Venezuela es una dictadura.
Descontado el régimen cubano, Venezuela es el único régimen dictatorial del continente. Luego de 30 años de superadas casi todas las dictaduras de América Latina, hoy somos el atraso político más bochornoso de la región. Dicho eso, no nos queda sino luchar por restablecer la democracia, ahora sí en un contexto sin disfraces ni tapujos.
Desde el punto de vista académico, el esfuerzo más importante por sistematizar los procesos de transición y consolidación democrática fue el estudio que coordinó el politólogo y latinoamericanista Guillermo O´Donnell. El estudio “Transiciones desde un Gobierno Autoritario. Conclusiones tentativas sobre las democracias inciertas”[1], además de haber sido una lectura indispensable para los científicos sociales de los años ochenta, es un trabajo que, si bien ya va para 30 años, mantiene vigencia para nosotros. Entre otras cosas porque es enteramente cierto que en los últimos cuatro años Venezuela ha retrocedido a las mazmorras del primitivismo militar latinoamericano.
El trabajo citado, estudió cómo las sociedades pueden salir de la oscuridad del autoritarismo. Consistió en la sistematización de los procesos de reconstrucción democrática en países inmersos en regímenes autoritarios. Tal esfuerzo, como dirían sus autores, no sólo fue por interés académico (que por sí mismo sería suficiente) sino incluso, porque “…los que hemos participado en este proyecto confiamos en que al menos pueda contribuir a que los activistas y los estudiosos efectúen un análisis mejor informado… sobre las capacidades potenciales que involucra el complicado proceso de derrumbe de la dominación autoritaria…”.[2]
La intención de los autores fue, si bien no lo dicen textualmente, tratar de ofrecer un manual para salir de esa lacra mundial, y de Latinoamérica en particular, que son los dictadores.
Los ingredientes de la salida
Como se entenderá, son muchos los aspectos y consideraciones que tiene un estudio que abarcó a casi una docena de países (incluida la Venezuela de 1958), se prolongó por 8 años y se recopiló en 4 tomos. Para el caso que nos ocupa, cómo zafarnos de nuestra actual dictadura, vamos a tomar solamente tres conclusiones que nos parecen cruciales para tratar de iluminar los tiempos presentes.
Las dos primeras que mencionaremos puede que no sean tan importantes como la última. Además, y cuando ellas sean expuestas, seguramente el lector no se sorprenderá por ninguna de ellas. Aquí el asunto no es si el equipo de investigación liderado por O´Donnell dio, o no, con la fórmula mágica para librarnos de las pestes autoritarias y militaristas. Lo importante, como veremos es la recurrencia. En todas las transiciones estudiadas, los elementos que señalaremos a continuación fueron comunes en todos los casos. Con lo cual, y al menos probabilísticamente, no será sino hasta que ellos estén presentes, cuando la transición a la democracia tiene chance de que ocurra.
El primer elemento es desolador para el pensamiento de los sociólogos. Dicho de una vez, no hay procesos estructurados que expliquen la transición. Si bien los procesos estructurales sí lo son para los quiebres democráticos (tal y como lo sistematizó Juan Linz), por el contrario, para el proceso de restablecimiento o transición del autoritarismo, no los hay, o al menos no con la claridad que las crisis económicas, la violencia social o la ilegitimidad de los partidos políticos, explican cuando las democracias sucumben a la tentación autoritaria.
Lógicamente, no se afirma que los factores estructurales son independientes a las transiciones políticas desde el autoritarismo. Lo que se quiere decir es que no parecen ser suficientes, y ni siquiera sabemos si deben ser necesarios. Un gobierno autoritario puede desplomarse por un contexto de crisis económica, pero también los hay que han caído en plena bonanza (Pérez Jiménez, 1959); producto de grandes esquemas de exclusión social, pero también han ocurrido bajo intentos de inclusión (Velazco Alvarado, 1975); consecuencia de violaciones sistemáticas de derechos humanos; aunque más de una dictadura se mantuvo por muchos años después de haber masacrado a su pueblo (Pinochet o Stroessner).
En definitiva, el contexto estructural no parece ser significativo para la transición autoritaria. Es una suerte de telón de fondo, cuyos factores potencialmente desestabilizadores del régimen (dificultades económicas, uso de la violencia sin control normativo, exclusión social o política, impunidad y corrupción, entre otras situaciones frecuentes en las dictaduras), se activan cuando ocurre cierta conjunción de factores coyunturales que, para mayor incertidumbre, son diferentes en cada caso.
No existe pues un patrón, ni siquiera de las causas más inmediatas, esas que son posibles de identificar tras un trabajo periodístico después de ocurridos los hechos que condujeron a la caída de la dictadura, que pudieran servirnos de hoja de ruta para organizar las acciones necesarias para derrocar al dictador.
Dicho esto, el estudio en cuestión sugiere que son (otra vez para desgracia de los sociólogos y nuestros esquemas analíticos) las iniciativas individuales, la identificación en campo de aquello que a la postre puede señalarse como el desencadenante de la ruptura del régimen, lo que en definitiva cuenta para su desenlace y caída. Se trata de políticos obviamente, de líderes, por supuesto, que tras el largo trajinar con la dictadura (o con el régimen que se va endureciendo hasta convertirse en un autoritarismo), logran seleccionar la acción necesaria, el hecho desencadenante, el cual difícilmente puede ser reducido a una variable dentro de una ecuación y que incluso su exitosa consecuencia, tampoco puede ser anticipada más allá de haber sido, como otras acciones, no más que una apuesta.
Llámese “burdel político”, olfato, si lo quieren más recatado, pero estamos hablando de esa capacidad intuitiva (adiestrada por años de militancia), que se convierte en factor determinante para que suceda el quiebre esperado. Este segundo factor, la acción individual, la orientación del líder o líderes, se evidencia en que tras cada proceso de transición democrática hay un componente de habilidad individual (o conjunto de ellos) que no sólo por coraje, valentía o determinación, sus protagonistas pasan a la historia como “padres de la democracia”, sino por la agudeza de criterio y evaluación situacional que, como hemos dicho, es producto de la conjunción de la teoría y la praxis. Consiste en cierta “ética de la sensatez” podríamos decir, fraguada con trabajo y estudio, y no sólo con intuición. Ese carácter del político habilidoso formado por años, es lo que termina definiendo a los líderes históricos.
Pero no todo es casuística o encuentro marcado por la suerte entre líderes y situaciones. Algún elemento estructural también está presente, y precisamente ese componente es el que puede darnos luces a nosotros, simples ciudadanos victimas de vivir en dictadura, sobre qué hacer y qué cosas apoyar, para contribuir con la transición.
De la Ruptura, como inicio del fin.
Siguiendo el trabajo de O´Donnell, luego de que el mismo se interroga sobre la supremacía del velo de incertidumbre que rodea a las caídas de las dictaduras, y se cuestiona si sólo existe un alto grado de indeterminación estructural en los procesos de derrumbe del dictador, vuelve atrás y reconoce que ciertamente si hay recurrencias que advertir. De ellas recogeremos una, la más importante, y dejemos que él mismo lo diga: “…no hay ninguna transición cuyo comienzo no sea consecuencia, directa o indirectamente, de divisiones importantes dentro del propio régimen autoritario, principalmente las fluctuantes divisiones que separan a los “duros” de los “blandos”.”[3]
La división convertida en ruptura puede ser de varios tipos; desde la más elemental, es decir aquella que divide a la cúpula gobernante entre “blandos y duros” (palomas o halcones) a otras que segmentan entre civiles y militares, políticos y técnicos, dirigentes de base y burócratas del partido. No en todos los casos se trata de Radicales vs. Moderados, pero si en la mayoría. En la medida en que el régimen confronta dificultades, mayor será la tesis de la radicalización. Donde unos piden profundizar lo que se viene haciendo (los “duros”), para otros eso es una insensatez y siguieren cambios (los “blandos”), como única forma de salir de la situación problemática. Como se entenderá, conforme se agudicen los problemas económicos o políticos, esa división interna se hará más fuerte.
Es bastante obvio que esa primera división ya ocurrió en Venezuela. Ante las dificultades económicas que dejó el presidente Chávez, por el ya lejano 2013, personajes importantes del gobierno, parte de lo que podríamos llamar la élite civilista y tecnocrática del régimen, sugirió cambios que nunca contaron con la aprobación de la coalición heredera del chavismo. Proceso que terminó con la exclusión del gobierno de exministros y puede que esa haya sido la causa más importante de la salida del propio presidente de PDVSA, Rafael Ramírez, quienes, ante la imposición de mantener la línea de los controles y el estatismo económico por parte de los radicales, terminaron yéndose del gobierno pasando a un tercer estanco político de variados e imprecisos nombres.
Pero todavía más importante que aquella ruptura temprana, es la evidenciada recientemente del quiebre entre el gobierno y la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, lo que en buenas cuentas ha sido la catalizadora del zaperoco político y social de la actualidad.
La declaración de la Fiscal General al calificar como un rompimiento del hilo constitucional, la pretensión del Tribunal Supremo y el Ejecutivo para hacerse con todas las funciones de la Asamblea Nacional, terminaron por sentenciar “de jure” lo que hasta entonces había sido “de facto”, tumbando la última “hoja de parra” del régimen, dejándolo desnudo ante la comunidad internacional.
Visto estos quiebres, tenemos evidencia más que suficiente que nos indica que el inicio del fin está allí. Ha habido una ruptura, una incisión que puede presumirse como profunda, o al menos importante, se ha quebrado lo que siempre trato de presentársenos como impoluto y firme.
La revolución está partida, no sabemos cuánto, pero sí sabemos que es simplemente imposible que se vuelva a recomponer y, lo que es peor, esa incisión se hará más grande mientras sus causas originarias estén presentes, a saber, la imposibilidad de mantener la gobernabilidad en el marco de la actual Constitución, dadas las pretensiones de continuismo y el contexto de inviabilidad socioeconómica que suponen sus políticas.
El papel de las protestas
La lucha social, las movilizaciones contra la dictadura son esenciales para propiciar la transición. Multitudinaria y con la consiguiente represión, la protesta social deja en claro el poco apoyo del régimen. En ausencia de elecciones que permitan explicitar la dimensión del apoyo o rechazo que tiene el gobierno, la lucha en la calle se convierte en el termómetro de su impopularidad. No importa qué tanto se reprima, cuánto le huyan a procesos electorales, incluso la más férrea de las dictaduras tarde o temprano sede frente a la ausencia de apoyos políticos. Incluso los claves, aquellos de los que depende en concreto (económicos y militares), terminan dando paso a algún tipo de negociación o acuerdo que permite la transición, cuando el rechazo popular es masivo.
Lógicamente no toda transición autoritaria es producto de arreglos entre las partes, fuera de contextos de negociación entre el gobierno y la oposición, el conflicto puro y simple quien lo dirime, sea en forma de golpe de Estado o en forma de conflicto bélico abierto o guerra civil, son las fuerzas armadas. En conclusión, la resolución política y no militar pasa necesariamente por una negociación. ¿Cuál es la salida para nosotros al día de hoy, la política o la militar?
Para responder a la pregunta algunas explicaciones previas son necesarias.
En primer lugar, el gobierno de Venezuela no es un clásico autoritarismo en el sentido de que se instaló como tal desde el principio. Por el contrario, su origen fue democrático, su legitimidad provino de las urnas electorales, y aunque precisamente porque su praxis dista mucho de ser propia de quienes creen en los sistemas políticos guiados por la libertad, éste se fue cerrando progresivamente, fue rebanando las libertades en la medida en que un sistema abierto iba dejando en claro las pérdidas de apoyo y el final de sus días.
El último episodio del final de la legitimidad de origen que tuvo el chavismo, fueron las elecciones del 6 de diciembre de 2015 y el contundente triunfo de la oposición. A partir de allí, no sólo implícita, sino explícitamente, el gobierno ha fanfarroneado denunciando que no volverá a hacer elecciones, si el resultado puede anticiparse como una derrota.
En segundo lugar, el gobierno controla el aparato de poder armado del país. No es este el lugar para hipotéticas explicaciones sobre la naturaleza de ese apoyo, o la probabilidad de que lo pierda creando una incisión en la fuerza armada que termine produciendo algún tipo de sublevación militar. Además, no hay forma de saber si ello lejos de llevarnos a una transición autoritaria, termine llevándonos a otro autoritarismo, ahora sí y sin ambages, de tipo militar. Por lo tanto, cualquier cosa que se diga sobre la posición de la fuerza armada no será sino una mera especulación que, dicho sea de paso, puede que tampoco sea tan necesario saber “lo que pasa adentro”, para saber lo que pasará con el actual gobierno.
En tercer y último lugar, seguramente producto de las protestas civiles, de la inviabilidad material del régimen, junto con la ruptura interna que se evidenció ante el intento de concentrar los poderes y anular la Asamblea Nacional y la Constitución, en algún momento entre el presente y finales de 2018, vamos a terminar en algún tipo de elección o de elecciones. La solución del juego actual será de tipo “minimax”, bien para el gobierno o para la oposición, es decir la mínima pérdida de la máxima esperada, que en términos concretos no es más y se reduce a la pugna entre una elección mínima, representada por las elecciones locales o regionales a finales de año, o una máxima, es decir un cronograma electoral integral que se precipita este año y abarca la sucesión del propio presidente.
Esta negociación o acuerdo, explícito o implícito, conversado o simplemente tolerado, sobre cuál será el tipo de consulta electoral y sus condiciones, es donde la fuerza armada, como último bastión de soporte que tiene el actual gobierno, inclinará la balanza a favor o no de la transición autoritaria. La interrogante es sí, como le ocurrió a Pinochet, el equivalente de la Junta Militar chilena de entonces, nuestra fuerza armada decide no acompañar el presumible intento de desconocer los resultados electorales o, por el contrario, en lo que sería la evidente escalada del conflicto a lo inimaginable, la fuerza armada permite el desconocimiento de lo que pueda ocurrir en el proceso electoral que se avecina, cualquiera que este sea.
A la negociación, como fin.
El texto que nos ha venido acompañando, en este intento de saber cuál será el desenlace de la crisis política venezolana, señala otras recurrencias que pueden ser útiles para nosotros. Igual como no hay inicio de transición del autoritarismo sino cuando tiene lugar la ruptura interna, tampoco se alcanza un régimen político liberalizado (“democradura” o “dictablanda” que son los tipos de gobiernos que propician condiciones para el tránsito de una dictadura a un proceso democrático), sino con la presencia de un pacto o negociación entre los actores.Por el carácter exhaustivo de la investigación que venimos siguiendo, el pacto o la negociación es previa a la transición si ella no es asistida por la fuerza (golpe o guerra civil). De ser el resultado de un acto de fuerza, el pacto es posterior al derrocamiento del régimen.
Para nuestro caso, aquí hemos afirmado que descontamos la posibilidad de una transición propiciada por la fuerza armada. Mitad porque desconocemos lo que ocurre en su interior, y mitad porque no hay la más mínima señal de que ello esté en camino. Así las cosas, conformémoslo con el hecho de que este actor va a hacer lo presumible, lo esperado y sin sorpresas. En definitiva, va a permitir, puede que incluso va a presionar para que ocurra una consulta electoral y, como ha sido hasta el presente, cabe esperar que acate su resultado, aunque las cúpulas políticas opinen lo contrario.
Si ese es el escenario no sólo plausible, sino incluso probable, pues entonces una negociación será el paso previo a la transición democrática.
Como se entenderá, la oposición tiene un doble problema para sentarse a dirimir así sea los términos de la capitulación del gobierno. Dada la insensata práctica del gobierno de dinamitar todos los puentes que cruza, en los últimos meses es el propio gobierno el que instala la idea de la traición de los opositores si se acercan a conversar con ellos. Es casi desquiciante esta fórmula de auto-desprestigio en el que cae el gobierno. Para ellos radicalizar la revolución, que se supone es el objeto de sus desvelos, es una amenaza para el ciudadano común, es algo muy malo que nos va a pasar. “Si se portan mal, los castigo y radicalizo la revolución”.
De igual forma hablar con ellos es rayarse, es traicionar a los tuyos. Conversar con el gobierno es, dicho por ellos mismos, propio de opositores que juegan sucio y a espaldas de los suyos. Es la dialéctica de la “mala junta”, en la que se reconocen como algo perjudicial para el diferente a ellos mismos.
En ambos casos se trata de amenazas. La primera, para que la oposición no siga avanzando. La segunda, para desprestigiarla. En buenas cuentas el gobierno sabe que sentarse a dialogar en serio no será sino la última etapa de su derrota definitiva. Pactar un cronograma electoral no es más que negociar una transición del autoritarismo que ellos representan. Por eso se burlan del diálogo, como lo hicieron en octubre pasado. Por eso dinamitan lo que dicen propiciar. Si van a una conversación autentica, es decir con tema, plazo e interlocutores, es porque están vencidos.
Como indica la teoría, la transición si no pasa por la fuerza, lo hace por un pacto. Por eso el diálogo es subversivo para ellos y quizás sólo accedan a él cuando la amenaza de la fuerza provenga de adentro o cuando se convenzan de su propia derrota.
La política tiene muchas paradojas. Lo que hoy sería visto como entreguista y una victoria para el gobierno, en su momento será la derrota de la dictadura y la cristalización de la transición.
La fórmula para derrocar a la dictadura que nos tocó vivir fue descubierta hace mucho y consiste en crear las condiciones para que el dialogo tenga lugar, pero cuando el gobierno esté derrotado, gracias a sus fracturas internas, la habilidad de nuestros líderes, la protesta civil y la neutralidad de los militares en esta crisis política, institucional y socioeconómica que vive el país.
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[1] O´Donnell y Shmitter. Paidos, México, 1988.[2] P.18
[3] P.31
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