domingo, 21 de mayo de 2017

AFANTASMARSE

RAUL FUENTES

Nos angustia la recurrente sensación de déjà vu, de periódico de ayer, que nos invade cuando vemos, oímos o leemos cómo el gobierno manipula la realidad para inculpar a las víctimas, ¡terroristas!, por los sanguinarios desafueros y la furia homicida de sus subordinados. Con declaraciones irrebatibles en términos mediáticos, ya que, para más inri, monopolizan el espectro radioeléctrico y la distribución de papel, sectarios jerarcas rojos nos obliga a llover sobre mojado en los escasos y exiguos reductos en los que aún se vislumbra la divergencia. Así, el cuarteto dirigido con torpe batuta por Nicolás Maduro –que apenas tiene oído para el macabro percutir de tambores guerreros, el detonar de las balas y el fragor de las bombas lacrimógenas disparadas por orden suya con el concertante aplauso de los otros tres chiflados–, y acaudillado por el ectoplasma del eterno, ambiciona afantasmar a la oposición. ¿Afantasmar? ¡Sí, a-fan-tas-mar! El verbo no es invención mía. Existe y goza de buena salud. Tan buena que la Real Academia Española lo incluyó en la 23edición de su diccionario para significar, ¡Perogrullo!, la acción de: «Dar aspecto o apariencia fantasmal a algo», lo que, de paso, han hecho con el redentor–; sin embrago, mucho antes de la indulgencia de la docta corporación, Jorge Luis Borges le dio lustre en una conjetura propiciadora de estas divagaciones: «La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma».
Esa terrible presunción hizo que anidara en mí la sospecha de que ya nada hay que agregar a lo dicho y requetedicho en torno a lo que ocurre en el país, pues los hechos se suceden de manera tan vertiginosa que cualquier opinión estará siempre a la zaga de los mismos y, en razón del restringido acceso a canales de difusión, será noticia vieja antes de tiempo. Pero –siempre hay un pero al que aferrase– si un bardo ciego descubrió que ese impedimento era un espejismo y pudo recorrer, sin extraviarse, laberintos de complejas geometrías y sostener (no por anarquista sino por haber soportado la afrenta populista del peronismo) que «con el tiempo mereceremos no tener gobiernos», por qué no podríamos nosotros delegar en la imaginación el combate contra los imposibles, a fin de potenciar el influjo de la oralidad: la palabra escrita quizá incentive el debate, pero no remplaza el discurso que enardece al auditorio ni la arenga que moviliza multitudes.
Tener claridad en cuanto a las limitaciones de nuestro parco aporte a la discusión no postula renunciar al derecho de pergeñar semanalmente lo que pensamos. Convoquemos para ello a Fernando Savater, quien, en la pasada entrega de El País Semanal, escribió: «Vivir en democracia es renunciar a decidir quién merece habitar la tierra y quién no. Por eso consideramos abominablemente equivocados a los racistas y también a los que sustituyen el racismo clásico por la lucha de clases o castas para establecer quién es digno de habitar la política». Lo asentado por el filósofo hispano puede aplicarse perfectamente a un régimen, como el que aquí se instauró hace casi 20 años, que en su embrión incubaba odio y resentimiento social, lo cual explica que evolucionara del desprecio a la democracia representativa a la glorificación de un gorilato corrupto y excluyente comprometido con el narcotráfico internacional, blindado por el poder de fuego de la FANB y apuntalado por los servicios secretos de la Cuba castrista, cuya estabilidad y supervivencia dependen de las nuestras.
Lo que no se explica es la incapacidad del desafinado cuarteto dictatorial para salir del cul de sac en el que se mantiene arrinconado, desasistido de ideas políticas sensatas, sin más recursos que la delación, la retaliación y la represión. Si la asamblea nacional constituyente comunal y militar, de inspiración, corte y confección fascista –aderezada con aclaratorias que oscurecen respecto a la universalidad, secreto, sentido y dirección del sufragio–, iba a ser la «solución final» al conflicto originado por la ruptura del hilo constitucional, podría uno barruntar que el estado de excepción impuesto por 60 días –en realidad, una prórroga, la sexta, al decreto violatorio del texto cardinal de la república, ¿bolivariana o chavista?, no discutido ni sancionado por el Parlamento y autorizado irregular y servilmente por el tribunal supremo de justicia en enero de 2016–, que premoniza la tentación a pasar al «estado de conmoción» para pinochetizar la justicia, responde a que el proyecto no entusiasmó al grueso de los camaradas del reyezuelo. De allí que, tal se deduce del decreto 6298 publicado en Gaceta Oficial extraordinaria el pasado 13 de mayo, se disponga a tomar medidas contundentes, excepcionales y necesarias para preservar el orden interno (bastardillas malintencionadamente nuestras). Se ha facultado al mandamás para que implante toques de queda a discreción y formalice la suspensión de garantías vigente de facto desde el momento mismo en que se prescindió del control legislativo previsto en una carta magna que iba a durar para siempre, y no tardó en quedarle chiquita a Chávez y convertirse en estorbo para su apéndice.
En este juego se deleita morosamente el gobierno con el deliberado propósito de ganar tiempo y conducir el conflicto a un punto muerto, a fin de resucitar el «diálogo», ese perverso mecanismo de defensa asociado al instinto de conservación que, con aquiescencia papal, requerirá el auxilio de los proxenetas capitaneados por Rodríguez Zapatero para lubricar un oxidado modelo militar de dominación que se equivocó de siglo. Toca a la oposición estar mosca y no desgastarse en lo que, de antemano, se sabía iba a ser una larga lucha, una maratónica carrera de fondo y no de velocidad, que entraña ceñirse a una estrategia de paciente resistencia, reservando y acumulando energías para un sprint que ha de ser, forzosamente, exitoso. No nos hacemos ilusiones –«deseos no empreñan», dijo un presidente ya olvidado, respondiendo a exigencias que no estaba en capacidad de satisfacer–. Basamos nuestros asertos en las crecientes adhesiones a la batalla librada por la disidencia y en la unánime repulsa internacional a la brutal represión gubernamental. No debemos –el verbo no solo es transitivo, también es pronominal– afantasmarnos. Las estatuas del redentor siguen cayendo. Crece exponencialmente el coro de rechazos que en las calles ensaya sin descanso para cantar victoria. No, nos afantasmemos; hay demasiados enchufados buscando cómo, cuándo y hacia dónde ahuecar el ala. ¡Que Dios los agarre confesados cuando caiga sobre ellos la maldición del Dabucurí!

No hay comentarios:

Publicar un comentario