Historias mínimas y ‘grancolombianas’
Ibsen Martinez
Durante el asueto de Semana Santa leí la Historia mínima de Colombia,
del filósofo, historiador y jardinero antioqueño Jorge Orlando Melo, un
logro mayor que la inteligencia colombiana saluda ya con respeto y
entusiasmo. Será larga la andadura de este libro notable.
El
canon de Historia de nuestra región esperaba hace largo tiempo por este
título que Salomón Kalmanovitz llama “pequeña obra maestra”. Palabras
de Héctor Abad Faciolince: “No solo es uno de esos libros que nos hacían
falta, sino que es un libro al que casi nada le hace falta: en su
brevedad, es exhaustivamente certero, neutro, completo”.
Mientras avanzaba en su lectura, pensé muchas veces en los
tristes tópicos con los que en Venezuela, desde hace casi 200 años, se
despacha la tarea —mejor dicho: el deber— insoslayable de entender al
país vecino. El relato que entrega Melo del violento siglo XX
colombiano, y de lo ya corrido del presente siglo, es autorizadamente
persuasivo. Los capítulos dedicados a la Independencia y a esa “ilusión
ilustrada” que fue la Gran Colombia son un conciso dechado de erudición,
pertinencia y buen decir. ¡Cuánto bien no haría su difusión en la
Venezuela actual cuyos verdugos se dicen bolivarianos sin que, desde
1830, hayamos sabido nunca qué habrán querido decir con ello nuestros
gobernantes!
La garrulería de Hugo Chávez, locuaz chafarote del siglo
XXI, impartió a millones de oyentes venezolanos, a todas horas y durante
tres lustros, la sicotrópica quincalla del culto a Simón Bolívar.
Muchos adversarios del chavismo han denunciado el uso politiquero, de
agitación y propaganda, que el régimen instaurado por Chávez ha dado a
la memoria de Bolívar. Para ser justos, el desaparecido Gran Charlatán
de Sabaneta no ha sido el único.
En los cepalistas años sesenta, por ejemplo, Venezuela fue
literalmente empapelada por la cámara de industriales con un Bolívar de
un metro ochenta que, señalándote con el índice, como el Tío Sam en un
afiche de reclutamiento, increpaba: “Yo la hice libre, hazla tú
próspera: consume productos venezolanos, ¡dile no al contrabando!”.
La firma autógrafa al pie del afiche hacía pensar que la
frase corría en alguna carta al doctor José Rafael Revenga. Con todo,
ningún mandatario venezolano había ido tan lejos como lo hizo Chávez
cuando en 2010 contrató a Philippe Froesch, artista francoalemán que se
dedica a reconstruir el rostro de figuras históricas.
Froesch admite haber sido contratado por Chávez para
obtener, con tecnología digna de la serie CSI: Cyber, el “verdadero
rostro” de Simón Bolívar, a partir de tomografías de su osamenta. Un
vídeo muestra a la fiscal general Luisa Ortega Díaz, entonces parte de
la cúpula chavista y hoy en el exilio, comentando emocionada, con
presenciales gorro y bata quirúrgicos, la exhumación de los restos del
Libertador ordenada por el Máximo Líder.
Un equipo de patólogos forenses, embutidos en trajes que
evocan a los astronautas de 2001, Odisea en el espacio, de Stanley
Kubrick, abren un sarcófago y manipulan tétricamente la osamenta de
Bolívar, quien murió en 1830 y yacía en el Panteón Nacional desde 1876.
El propósito era verificar que los restos exhumados fuesen
verdaderamente los de Bolívar y, de ser así, corroborar o invalidar la
hipótesis de que el padre de la patria no murió tuberculoso, como me
enseñaron en la escuela, sino que fue envenenado por un pérfido
neogranadino infiltrado en su séquito.
El autor intelectual del magnicidio habría sido Francisco de
Paula Santander, rival vitalicio de Bolívar y, según Nicolás Maduro,
diabólica prefiguración de Juan Manuel Santos. O Iván Duque.
¿El pronóstico de Jorge Orlando Melo sobre el posconflicto
colombiano? Mejor regálense este libro, amigos, y no corran al leerlo:
disfrútenlo, subráyenlo.
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