LA NECESIDAD DEL REPUBLICANISMO
ELIAS PINO ITURRIETA
La obligación de ser republicanos es
tema arduo debido a que, si el asunto se mira desde la superficie,
parece una referencia innecesaria en la vida de nuestros días. Es lo
contrario, precisamente, el desafío sin cuya satisfacción aumentará el
atolladero en el cual nos ha metido el “socialismo del siglo XXI”, pero
las miradas miopes sugieren que se está ante realizaciones que
cumplimos como sociedad desde hace tiempo. El problema es la democracia
perdida, indican las observaciones comunes, porque republicanos o partes
de una república somos desde 1811, o desde 1830, sin solución de
continuidad. De acuerdo con tal explicación ahora apenas falta
recuperar los usos democráticos que hemos dejado escapar, porque, por
ejemplo, ninguna fuerza ha conducido a la restauración de la monarquía,
ni al restablecimiento de los derechos de la nobleza de la sangre, ni a
fórmulas o distinciones propias del sistema derrotado en los campos de
batalla del pasado.
El llamado de atención que ahora se hace puede sustentarse en el fragmento de una carta enviada por Clemenceau al conde Anuay desde París, en 1898. Es un fragmento que he citado en otras partes, porque me parece fundamental. Escribe entonces el famoso dirigente: “Habría un medio de asombrar el universo, haciendo algo totalmente nuevo: la República, por ejemplo”. ¿Nueva la república en una colectividad como la francesa de finales del siglo XIX? ¿No llueve Clemenceau sobre mojado en una sociedad que no solo pensó hasta extremos asombrosos las teorías republicanas, sino que, además, decapitó al rey, creó un sistema de representación colectiva que condujo al fin del Antiguo Régimen, se libró de dos emperadores y triunfó en campañas épicas por los derechos de la ciudadanía? ¿No fue Francia la comarca que inventó a los ciudadanos en la época moderna, y que los impuso como reto a las otras comarcas de Europa y América conmovidas pos su influencia?
El llamado de atención que ahora se hace puede sustentarse en el fragmento de una carta enviada por Clemenceau al conde Anuay desde París, en 1898. Es un fragmento que he citado en otras partes, porque me parece fundamental. Escribe entonces el famoso dirigente: “Habría un medio de asombrar el universo, haciendo algo totalmente nuevo: la República, por ejemplo”. ¿Nueva la república en una colectividad como la francesa de finales del siglo XIX? ¿No llueve Clemenceau sobre mojado en una sociedad que no solo pensó hasta extremos asombrosos las teorías republicanas, sino que, además, decapitó al rey, creó un sistema de representación colectiva que condujo al fin del Antiguo Régimen, se libró de dos emperadores y triunfó en campañas épicas por los derechos de la ciudadanía? ¿No fue Francia la comarca que inventó a los ciudadanos en la época moderna, y que los impuso como reto a las otras comarcas de Europa y América conmovidas pos su influencia?
La república es una creación
temporal, es decir, un sistema que se establece en un lapso determinado
pero que se pierde por las presiones contrarias a las cuales conviene el
establecimiento de un tipo determinado de absolutismo. No es cuestión
de unas fórmulas que se pueden mantener en el papel, sino un asunto de
conductas. Pero no de cualquier tipo de conductas. Depende de la
implantación de actitudes cristalinas de los individuos que viven en un
período específico y a quienes corresponde la misión de ser pilares de
un edificio sometido a reparaciones, a cuidados y fábricas constantes.
No es un hecho definitivo, sino un pugilato condenado a la repetición.
Los autores ocupados de su tratamiento no lo han hecho por ocio. Como
saben que es o puede ser habitual que el tesoro se les escape de las
manos, vuelven a su contenido cuando es menester para evitar que
desaparezca del todo.
De allí que estemos frente un negocio
cuyo tratamiento se inicia en la antigüedad clásica para llegar a
nuestros días, ante una propuesta que despunta en las obras de Tito
Livio hasta llegar a las cercanas profundidades de Isaiah Berlin. En el
caso venezolano, a partir de un hilo iniciado en el texto medular de
Roscio que prosigue en las reflexiones de politólogos de actualidad
como Manuel García Pelayo, Juan Carlos Rey y Diego Bautista Urbaneja.
Todos van, desde épocas remotas, tras la búsqueda de prácticas morales,
de obligaciones individuales que deben orientarse hacia el bien común,
hacia la sugerencia de discursos trasparentes y debates sin trampa,
clamando por la claridad conceptual y por la erradicación del
dogmatismo. Tales asuntos dependen de la evolución de las sociedades y
de la reiteración de las amenazas que se ciernen contra la libertad,
entendidas tales amenazas como fenómenos cuyos disfraces y excusas no
dependen de un propósito genérico, sino de una agresión que nace y se
desarrolla cuando le sopla buen viento.
El problema de esas reflexiones es
que hablan de ti, como afirma el filósofo argentino Andrés Rosler, que
pretenden que te involucres en el negocio a título particular desde una
perspectiva que solo te toca a ti como destinatario sometido a presiones
inéditas. En consecuencia, se te convoca a “algo totalmente nuevo” para
que después pueda existir la democracia.
epinoiturrieta@el-nacional.com
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