CRÓNICA DE UN DÍA EN CARACAS
GLORIA BASTIDAS
LETRAS LIBRES
Martes doce de marzo. Me levanto a las seis de la mañana. Abro el grifo: no hay agua. Venezuela es un elefante que recién despierta de un apagón general, que, en algunos estados, como el caluroso Zulia, se prolongó por más de cien horas. Enciendo la computadora. Me encuentro con una noticia fatal: la bloguera Naky Soto ha colgado un video en su página de Twitter en el que precisa que son las 4:17 de la madrugada e informa que a esa hora ha culminado un allanamiento a su casa y que su esposo, el ciberperiodista Luis Carlos Díaz, ha sido detenido por el Sebin, la policía política del régimen. Naky sufre un cáncer de seno y ha sido sometida a quimioterapia. Ha perdido pelo, pero no dignidad. La imagen me conmueve. Ya el cáncer es suficiente como para, además, soportar la tortura que el régimen inflige a quienes lo adversan. Naky pide que la acompañen a protestar a las puertas de la Fiscalía (Ministerio Público) a las 11 de la mañana. Yo tenía previsto hacer un recorrido por Caracas y escribir luego una crónica. El blackout que se produjo el jueves pasado mantiene al país paralizado.
Decidí entonces hacer las dos cosas: recorrer la ciudad y apostarme luego a las puertas del Ministerio Público para exigir la libertad de Luis Carlos, un periodista de la nueva era: él se define como “hijo de Internet”. Tiene 355 mil seguidores en Twitter y es una estrella del mundo digital. El lunes salió de la emisora de radio donde trabaja e iba camino a su casa –suele andar en bicicleta, algo poco común en Caracas– cuando fue abordado por el Sebin. El régimen lo acusa de tener sus manos metidas en el apagón, que, según Nicolás Maduro, es producto de un ciberataque dirigido desde el Pentágono. Naky no sabía de su paradero desde las 5:30 de la tarde, cuando la llamó para informarle que iba saliendo a su domicilio. Soto se dio cuenta de lo que ocurría –la embestida del régimen– cuando el Sebin allanó su residencia a las dos de la madrugada del martes: la policía política se presentó en la vivienda con Luis Carlos esposado. Venezuela vivió cuatro décadas de democracia y a los periodistas nos cuesta asimilar estas emboscadas. Decidí coger la calle. Llamé a Sandra Bracho: decana de la fotografía en Venezuela. Bracho ha cubierto episodios históricos, como el estallido social llamado “caracazo” (1989), o la visita del escritor Jorge Luis Borges a Caracas. Nos embarcamos en un taxi.
Maduro decretó asueto ante la catástrofe que supuso el apagón. Escuelas cerradas. Oficinas cerradas. Hay gasolina en pocas estaciones de servicio. El metro no funciona. En el camino, observamos un signo preocupante: los caraqueños hacen grandes esfuerzos por conseguir agua. Caracas se ha quedado seca desde el jueves en que el país se hundió en las tinieblas. No ha corrido una sola gota de agua por los acueductos desde entonces. Los sistemas que surten a la ciudad requieren 600 megavatios para operar y no los hay porque la infraestructura eléctrica colapsó. No han podido ser encendidos. Igual ocurre con el metro. Es como pretender que un paquidermo ande sobre patas de barro. La sequía arroja una imagen dantesca. Imagen de guerra: la gente de los barrios (zonas populares) se acerca a las riberas del Guaire y se conecta a las tuberías que desembocan allí para “abastecerse” de líquido. El Guaire es el río en el que solía bañarse Simón Bolívar en el siglo XIX. Hoy día es el colector de aguas negras de la capital. En algunos comercios puede conseguirse agua mineral. Pero un litro y medio cuesta un dólar. Y el salario mínimo en Venezuela es de seis dólares.
En nuestro recorrido pasamos por las faldas de El Ávila. Una procesión de sedientos se dirige hacia la montaña sagrada de los caraqueños para hidratarse. Tobos. Garrafones. Botellas de plástico. El tumulto asusta. Son metáforas de un país al borde de un estallido. Recordé una crónica que escribió Gabriel García Márquez en 1958, cuando Caracas fue sacudida por el verano más fuerte después de 79 años y se quedó sin servicio de agua. La poca que había fue racionada y destinada a lo estrictamente necesario, como los hospitales. Gabo cuenta –y así inicia su texto– que un ingeniero alemán llamado Samuel Burkart se vio obligado, ante el racionamiento, a comprar una botella de agua mineral para afeitarse. Las anécdotas referidas por el Gabo pasaron por mi mente mientras veía a los caraqueños apilados en El Ávila. Y lo que el Nobel de Literatura escribió en 1958 se repite hoy: un médico cirujano escribió en su página de Twitter (@Adinson) que se bañó con litro y medio de agua mineral, que le costó 6,500 bolívares, y que se fue caminando al hospital para poder atender a sus pacientes. Realismo mágico. Un remake de la crónica del Gabo.
El taxista enfila hacia la avenida México, en cuyas adyacencias se encuentra el enclave cultural de Caracas. Allí se levantan el teatro Teresa Carreño, la Galería de Arte Nacional, el Museo de Bellas Artes, el Museo de Ciencias Naturales. Y detrás de todo este complejo se halla el Parque Los Caobos, que data de 1920 y donde hay árboles centenarios y grandes fuentes con esculturas. También a esas aguas estancadas (sin garantías sanitarias) ha recurrido el caraqueño. En cinco minutos llegamos a la sede del Ministerio Público. Enjambre de manifestantes. Veo a Cheo Carvajal, un periodista venezolano que libra una batalla para rescatar el lado humano de la ciudad. Su lema es: “Caracas a pie”. Me cuenta que lo que ha visto en su recorrido desde su casa (Bello Monte, sureste) hasta la Fiscalía (centro) es impactante: ríos de personas en busca del agua perdida. Cheo conoce la cultura de los barrios. Los patea siempre. Y teme que la situación se desborde. Su preocupación es la mía: el agua. Se pierde en la multitud. Ahora se escuchan consignas anti big brother. Anti dictadura. Un grupo llamado Dale Letra eleva pancartas. Una joven llora. Le pregunto si es periodista. Me dice que no: es amiga de Luis Carlos. La protesta dura poco más de dos horas. Sandra no llevó su equipo fotográfico. Pero la adrenalina puede más: toma fotos con un celular.
Caminamos por el centro de la ciudad. Hay negocios abiertos. Muchos más que en el este. La gente hace largas filas para comprar pan. Parece Cuba. Luego una amiga nos lleva a Plaza Altamira (bastión de la oposición) en su carro. Nos cuenta en el trayecto que el día anterior tuvo que pagar con dólares en efectivo en un automercado. El sistema de pagos ha colapsado. Apenas ahora se repone. El que no dispone de divisas o de bolívares en efectivo se ve en apuros. El bolívar ha sido sepultado por una hiperinflación que el año pasado cerró en un millón 700 mil por ciento. Con billetes domésticos no haces mayor cosa. ¿Cómo hacen los pobres? Según la data más reciente de ENCOVI (Encuesta Nacional de Condiciones de Vida), 90 por ciento de la población no cuenta con ingresos suficientes para adquirir alimentos. Y eso incluye el agua mineral. Los ánimos están caldeados. Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional y quien ha asumido la cabeza del Ejecutivo, ha convocado a una protesta. Me bajo en la Plaza Altamira. El descontento hace bulla. Ollas vacías que suenan. Banderas. A las 5 y 30 se forma una algarabía. Una caravana de carros anuncia la llegada de Guaidó. El líder se monta en una tarima improvisada frente a un moderno edificio de la zona y da un discurso. Lo aplauden. Ya ha recorrido varios puntos de la ciudad. Luego sigue a Petare, una zona popular por excelencia.
Llego a casa. Recibo un mensaje por WhatsApp: Luis Carlos ha sido puesto en libertad. Debe presentarse una vez a la semana en tribunales. Le prohíben salir del país. Y hablar sobre su caso. El big brother quiere aleccionar. Estoy agotada. Son las once de la noche. Me voy a la cama. Vuelvo a revisar las redes. Leo que lo peor no ha ocurrido. Al no circular agua por las cloacas, acecha otro peligro: que los roedores y los insectos salgan a la superficie en busca de alimento. Pienso en una crónica escrita por el periodista norteamericano Gay Talese: Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas. Talese habla de las ratas de la metrópoli y de cómo una vez éstas se multiplicaron en los muelles porque a un estibador se le ocurrió envenenar a los gatos. Me levanto, reviso los inodoros. Los tapo con libros. Las ratas son astutas. Y ahora sí: a dormir.
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