jueves, 14 de marzo de 2019

Norberto Bobbio, la democracia y el marxismo


Jesús Silva-Herzog Márquez
 
(Extracto del capítulo “Bobbio y el perro de Goya”, publicado en “LA IDIOTEZ DE LO PERFECTO – Miradas a la Política”, de Jesús Silva-Herzog Márquez – México, Fondo de Cultura Económica, Primera edición, 2006, pp. 96-99. )
 
BOBBIO SE CONSAGRÓ A LA TAREA DE LIMPIAR EL VOCABULARIO DE la política. Ésa era la misión de su filosofía: construir conceptos; hacer que las pompas de jabón que emergen de la boca del demagogo se convirtieran en ladrillos del entendimiento. Bobbio sentía horror por la vaguedad, por la idea confusa.[12] Recorría los pasillos de la historia para fijar el sentido de las ideas. No hubo palabra que más se empeñara Bobbio en desinfectar que la palabra democracia. Ninguna combinación de sílabas tan salivada en el siglo XX como esta mezcla de voces griegas. ¿Qué es la democracia? ¿Qué ha sido? ¿Qué puede ser?
El primer acercamiento al tema fue un ensayo que Bobbio publicó unos meses después de la muerte de Stalin. El acicate fue el famoso informe Jruschov que denunciaba los abusos de la era anterior. Su título era típicamente bobbiano: “Democracia y dictadura”. El artículo llamaba a los socialistas a caminar sin las muletas de Marx. Cuando interrogamos al marxismo sobre los grandes asuntos de la política, el marxismo se queda callado. No tiene respuesta. El marxismo era un enorme agujero político. Sobre los grandes temas, Marx simplemente no dijo nada importante. Sus preocupaciones eran otras. De ahí que la tarea urgente de la izquierda era voltear la vista a quienes había considerado sus enemigos: a los diseñadores de las instituciones liberales. La respuesta de la capilla no se hizo esperar. Lo acusaron de reaccionario, traidor, burgués que pretender congelar la nave de la historia e impedir la marcha triunfante de la clase obrera.
 

Veinte años después, a mediados de los setenta, Bobbio regresaba a aquellos temas. En la revista del Partido Socialista publicaba ensayos sobre dos ausencias: la primera era una teoría marxista del Estado; la segunda, una alternativa a la democracia representativa. Los breves párrafos que Marx dedica a la experiencia revolucionaria francesa no bastan para conformar una idea del Estado, un argumento consistente sobre la forma de gobierno. Si el marxismo es una crítica a las formas políticas del capitalismo, es una crítica que no se toma en serio como alternativa. No hay ahí teoría política porque el marxismo y, sobre todo, el leninismo, se concentraron en el problema de la conquista del poder, olvidando los problemas de su ejercicio. Además, el marxismo no puede ocultar la fantasía anarquista que lo embruja. Después de todo, el Estado estaba destinado a desaparecer y a ser enterrado, como dicen quienes creen conocer el desenlace de la aventura humana, en el “basurero de la historia”.
Gaetano Della Volpe, discípulo de Mondolfo y el mismo Togliatti, dirigente del Partido Comunista, respondieron. Veían en la invitación de Bobbio una traición a Marx, un abandono del pensamiento socialista para entregarse en los brazos de Benjamin Constant, el ingeniero de las instituciones enemigas. Mientras Bobbio leía a los apóstoles de la burguesía, ellos se guarecían en los mausoleos de Marx y de Rousseau. Bobbio respondió a los ataques con tranquilidad. Desenvolvía el hilo de sus argumentaciones con elegancia y enorme fuerza persuasiva, pidiendo a los comunistas desconfiar del “progresismo ardiente” que, entre cantos a la fraternidad, conducía a la dictadura del partido único.
En la esgrima de la polémica, Bobbio nunca pierde piso. Esquiva las descalificaciones con gracia; escucha los argumentos y rebate con agilidad; funda sus razones en sus clásicos, condimenta los argumentos con ironía pero no mira nunca con desprecio a sus críticos. Los escucha. Les responde. Bobbio va tejiendo suavemente en esas intervenciones uno de los más sólidos alegatos por la democracia. Se trata, en efecto, de una defensa democrática de la democracia, una argumentación parida en el foro de la discusión pública.
Ahí, en el combate con los citadores marxistas, se solidifica el entendimiento bobbiano de la democracia. El régimen democrático aparece como un procedimiento que abre las puertas de la decisión a la participación colectiva. No es un resultado: es un método. La fuente principal de esta visión procedimental procede del autor que tanto lo influyó en sus escritos jurídicos: Hans Kelsen. El jurista austriaco entendió la democracia como un régimen político en el que los ciudadanos eran autores (directos o indirectos) de sus reglas. La democracia no es un régimen que exprese la verdad o la justicia: es un sistema político en el que los individuos participan en la formación de sus normas, al elegir a quienes las dictan. Kelsen también había subrayado la importancia de las instituciones de la competencia, particularmente de los partidos políticos y el respeto de los derechos de las minorías. Sin partidos (el plural es imprescindible) no hay democracia. Tampoco existe ahí donde no hay refugio para la minoría. [13] Schumpeter reforzaría esta visión. La democracia no es, como quieren los rousseaunianos, el reino de la Voluntad General; no es la conquista de la felicidad pública; es apenas un modesto procedimiento competitivo. Se trata, dice el economista austriaco, de un método en el que los encargados de decidir adquieren el poder a través de la competencia electoral. [14]
Ésos son los ingredientes del pastel: reglas, competencia, derechos. La democracia se ataba al imperio de normas y la tolerancia. “¿Qué cosa es la democracia sino un conjunto de reglas (las llamadas reglas del juego) para solucionar los conflictos sin derramamiento de sangre?” –pregunta Bobbio parafraseando a Popper. [15] El italiano destacaba cuatro reglas constitutivas del juego democrático: el sufragio universal, la regla de la mayoría, las libertades individuales y los derechos minoritarios. La democracia era un procedimiento, no una sustancia. Pero se trataba de un procedimiento del que colgaba la coexistencia pacífica entre los hombres. El ideal debía ser abrazado sin reservas por la izquierda porque se trataba del único espacio conocido en donde pueden coexistir seres libres y autónomos; en donde podría abrirse camino la voluntad colectiva sin aplastar la voz de la discrepancia. El vacío teórico de la política marxista debía ser llenado sin vergüenza por el liberalismo. Quien conoce la capacidad destructiva del poder sabe que las instituciones y las prácticas liberales no son los muros de la prisión capitalista, sino las columnas de la autonomía individual.
Fue así como participó en la inyección de la vacuna liberal en una parte importante de la izquierda. Lo hizo desde dentro, desde la izquierda misma, rechazando los dogmatismos y la gritería de la época. La democracia, que seguía siendo caricaturizada en el Partido Comunista como un palacio de engaños, como la tiranía de la burguesía triunfante, es definida por Bobbio como un requisito de civilización. La tarea de la izquierda era, en efecto, reconciliarse con el liberalismo y reconocer el valor de los mecanismos democráticos. La izquierda contemporánea tenía que volver a ser lo que había sido originalmente: liberal. Mientras muchos discutían sobre las condiciones objetivas del levantamiento revolucionario y seguían soñando con el asalto al poder, Bobbio defiende usos tan aburridos como el voto o personajes tan antipáticos como los partidos políticos. Su alegato no era la campaña de un entusiasta; era la persuasión de un desencantado. Tal vez la democracia liberal no asegure un ejercicio más humano del poder. Tan sólo un poder menos brutal. Diminuta y gigantesca diferencia. Por eso mismo, quien sabe defender la democracia sabe no pedirle demasiado. “El único modo de salvar la democracia es tomarla como es, un espíritu realista, sin ilusionar y sin ilusionarse”. [16]
Por eso el demócrata tiene que ser como Tocqueville, un crítico de la democracia. Bobbio lo fue, enérgicamente. En uno de sus ensayos más populares presenta la democracia como decepción. La democracia se empeña en ofrecer lo que no cumple. Es lo que llama “las promesas incumplidas de la democracia”. La democracia nos ofreció la desaparición de los intermediarios que se apropian de la voz ciudadana; aseguró que liquidaría las pandillas del poder; dijo que se iba ir ensanchando hasta cubrir todos los espacios sociales; juró eliminar el secreto y cultivar al ciudadano virtuoso. Nada de esto ha pasado. La democracia realmente existente está plagada de vicios. Las camarillas y las corporaciones imponen sus intereses; el secreto oculta el proceso decisorio mientras las maquinarias burocráticas se alejan cada vez más del examen público. El ciudadano, encerrado en su propio mundo, apenas se interesa en el espectáculo. Y sin embargo, la democracia sigue siendo un ideal defendible. A pesar de todas sus miserias, la democracia merece apoyo más que por sus méritos propios por la miseria de sus alternativas. Bobbio respaldaría la expresión de Churchill: lo único que salva a la democracia es que el resto de las formas de gobierno son mucho peores. Toda decisión política es una decisión entre males.

[12] Cuando habla de Julien Benda en estos términos, habla de sí mismo: “Con su pasión por las definiciones netas, unida a su horror por la vaguedad y por la idea confusa, que no se integra en relaciones bien definidas con otras ideas”. La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea, Barcelona, Paidós, 1998, p. 31.
[13] Esencia y valor de la democracia, Barcelona, Editorial Labor, 1977.
[14] Capitalism, Socialism and Democracy, Nueva York, Harper and Row, 1975.
[15] El futuro de la democracia, México, Fondo de Cultura Económica, p. 136.
[16] Eso lo dice al reseñar La teoría de la democracia, de Giovanni Sartori.

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