Los episodios de violencia carcelaria se muestran como una tomografía siniestra de la arquitectura del poder que el régimen ha pretendido instalar. Desde el principio, desde aquellos infames decretos golpistas en 1992, no ha variado esta concepción del poder a pesar de que pueda haberse hermanado luego al burdo leninismo exportado por Cuba: su esencia, su columna vertebral, es la idea de que la legalidad no es más que un conjunto de instrumentos de la voluntad arbitraria de quien manda.
La obsesión por cambiar el orden legal y la naturaleza misma de la ley lo proclama así, pero, como efecto secundario, esa legalidad es a su vez completamente desechable y reinterpretable según las codicias particulares de los mandones, o del mandón ante quien estos se postran. Por lo tanto, se ha producido una disolución del Estado.
Ha quedado al descubierto no una simple máquina de corrupción que trafica con la ley, sino la extensión monstruosa de la arbitrariedad y de la voluntad personal por sobre los pactos civiles.
El poder paralelo de los "pranes", verdadero ejército privado que extiende su influencia en todos los niveles del Poder Judicial, lo demuestra así. El régimen interviene con una violencia terminal a través de un dispositivo militar destinado a hacer visible su determinación, y hasta en la circunstancia extrema de la sangre y el fuego sigue presentando el episodio como parte de una ficción "política", y no como lo que es: el momento del colapso de una política real destinada a destruir el sentido de la justicia.
El Gobierno ha construido en estos casi trece años un engranaje de la perversión judicial (pretendiendo sustituir a una presunta justicia "burguesa", entendiendo por tal todo aquello que se opone a su voluntad e intereses) que ahora funciona autónomamente, que ha creado sus propios intereses, mecanismos, jerarquías de poder, negociados multimillonarios y que muestra su propia resistencia. Estos presos están al margen del Estado de Derecho, pero no son sino un espejo espantoso, porque todos, absolutamente todos los ciudadanos de este país están desasistidos frente a los escombros de un Estado que ya no tiene sistema legal ni procedimientos para impartir justicia.
Esto incluye, claro, a quienes se creían protegidos por su cercanía con el poder, muchos de los cuales serán las próximas víctimas. Pero el aparato de propaganda y de censura está averiado. Mientras la televisión oficial niega los hechos primero, y luego los pervierte construyendo una narrativa ridícula que pretende hacer pasar las tanquetas de la Guardia Nacional como emblemas de respeto de los derechos humanos, las fuentes de Internet hacen circular la información relevante.
En estos últimos días la dinámica de la "verdad digital" se ha parecido a las de las "revoluciones" del Medio Oriente, mostrando, en definitiva, que la masa crítica está del lado de la oposición y que el rompecabezas se está armando: las cárceles, la electricidad, la precariedad de las vías, la inflación, la escasez, la miseria, la delincuencia y la violencia cotidiana están apareciendo como una constelación que se articula sobre el mal gobierno, un gobierno en el ocaso.
El régimen responderá con más ficción. Espectáculos de recibimiento al César, toneladas de pintura, miles de franelas rojas, desfiles militares, discursos.
Leyes de retaliación que intentarán castigar el pasado para justificar el horror del presente. Represión selectiva hacia organizaciones de derechos humanos. Pero la eficacia de estas lamentables tácticas se diluye cada vez más. El país quiere institucionalidad, no espectáculos.
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