martes, 2 de mayo de 2017

Populismos buenos y populismos malos

DANIEL INNERARITY

EL PAÍS

En tiempos de incertidumbre, establecer alguna distinción nítida ofrece más ventajas psicológicas que políticas. Reconforta saberse en el lado bueno de la historia y, sobre todo, tener alguien sobre el que desplegar toda la ira (aunque la designación del destinatario no sea del todo acertada y nosotros mismos tengamos algunos reproches que hacernos a nosotros mismos). Esta función de antagonismo consolador la ejercen contraposiciones del estilo de la casta y la gente, el pueblo y el sistema, la trama y los inocentes, el establishment y la periferia, perdedores y ganadores de la crisis, aparatos y bases. Cada una de ellas aporta un matiz a la descripción del combate, todas tienen sus buenas razones, pero también un elemento de debilidad y paradoja, e incluso pueden representar algún peligro amenazante para esa democracia en la que dicen querer profundizar.
Para apaciguar ese temor hay quien ha recurrido a introducir otra entre buenos y malos populismos (lo cual plantea la paradoja de que ya no estaríamos ante una distinción tan rotunda sino un curioso menage à trois que debería obligarnos a disquisiciones más sutiles, que una campaña electoral por supuesto no permite). Además de los malos per se, habría populismos buenos y populismos malos. No han faltado analistas o miembros de la nueva izquierda populista que han reintroducido de este modo la categoría supuestamente periclitada de derecha e izquierda. ¿En qué quedamos? ¿Se había superado la distinción entre izquierda y derecha o la mantenemos a nuestra disposición para usar de ella cuando nos convenga, como hacían otros con el “uso alternativo del derecho”?
En ciertos países, como Portugal, España o Italia, hay un populismo democratizador y progresista, mientras que en otros, como Francia, Alemania u Holanda, el populismo se ha traducido en un movimiento reaccionario. Si alguien recuerda (como Ruben Amón en estas páginas) las coincidencias entre unos y otros, provocaría que los aludidos sacaran a pasear todas sus buenas intenciones, pero el problema persiste una vez terminada la jauría digital. Pensemos en el caso de las actuales elecciones presidenciales francesas. No solo se trata de que entre los votantes de cada candidato quienes más tienen a Le Pen como su segunda mejor opción son aquellos que presuntamente menos se le parecen, los de Mélenchon; tampoco me refiero a las evidentes coincidencias programáticas (salida de la UE, posicionamiento geoestratégico, políticas sociales, soberanía nacional), sino a las similitudes de lógica política: ambos comparten una descripción antagonista del espacio político; para ambos está muy claro quién es el pueblo y quién no lo es. Y esto a mí me preocuparía incluso aunque estuviera inequívocamente del lado de los buenos.
Ciertos elitismos expulsan sitemáticamente del "nosotros"
Chantal Mouffe vino en apoyo de Jean-Luc Mélenchon durante la campaña electoral al introducir esa distinción entre el populismo de radicalización democrática y el populismo autoritario en un artículo en Le Monde. He tenido diversas ocasiones la posibilidad de discutir con Mouffe esta distinción porque me parece que no es sensible a su potencial antipluralista, como han señalado, entre otros, Pierre Rosanvallon en su magnífico libro Le peuple intruovable, Gérard Grunberg o, más extensamente, Bernard Manin en sus estudios sobre la democracia representativa. Esta estrategia es un instrumento potencial de exclusión. Quienes la utilizan están continuamente tentados de confundir al adversario político con un enemigo del pueblo. Quien dispone del arma privilegiada que identifica con precisión lo “popular”, administra al mismo tiempo la legitimidad. En la medida en que declara como adversarios del pueblo a quienes no comparten una determinada posición política es muy fácil que acaben pensando que los discrepantes no pertenecen a la comunidad política.
En cambio, el pluralismo (que podríamos adjetivar como liberal, republicano o socialdemócrata) insiste en mantener la distinción categórica entre el desacuerdo político y la no pertenencia a la comunidad. Es un principio democrático fundamental que quien discrepa sigue perteneciendo a los nuestros y tiene los mismos derechos a hacer oír su voz que si formara parte de la mayoría. Hay momentos de decisión en los que se reconfiguran minorías y mayorías, mandatos que no proceden del pueblo soberano sino del modesto recuento de votos que determina quién manda y quién debe obedecer por un tiempo, no quien forma parte o no del pueblo. Lo importante es que esta minoría es excluida de las funciones de gobierno pero no de la pertenencia a la colectividad, al pueblo. Esa posición (haber perdido pero no abandonar la comunidad) se traduce en la posibilidad siempre abierta de, bajo determinadas condiciones, revisar e incluso revocar las decisiones adoptadas, lo que viene acompañado por el derecho de la minoría a dejar de serlo en algún momento y convertirse en mayoría. Para que eso sea una posibilidad real, las minorías actuales deben disponer de los medios de supervisión, control y crítica pero, sobre todo, del derecho de no ser considerados como enemigos exteriores o adversarios del pueblo.
Este es el núcleo del debate que me interesa, de lo que resulta verdaderamente preocupante, más allá de las escaramuzas electorales del momento. Los populistas de izquierdas reiteran sus convicciones pluralistas y debemos aceptar la sinceridad de sus convicciones, lo cual es perfectamente compatible con unos conceptos y unas prácticas que las contradicen. El pluralismo es muy exigente y a ninguna mayoría triunfante le gusta que le pongan dificultades. Conocedores de esa tendencia, deberíamos abstenernos de ciertos modos de argumentar y movilizar que pueden afectar a los derechos de quienes no piensan como nosotros.
La izquierda radical dispone de términos (trama, casta) que son herramientas de exclusión masiva
Del mismo modo que ciertos elitismos expulsan sistemáticamente del “nosotros” que manda a los que cons¡deran ignorantes o el populismo de derechas tiene un concepto del nosotros nacional que excluye a casi todos los de fuera (y a buena parte de los de dentro), el populismo de izquierdas tiene a su disposición, con los términos que pone en circulación (casta, sistema, trama, élites…), de poderosos instrumentos de exclusión masiva.
Íntimamente unido al problema de excusión que lleva implícito un antagonismo así entendido, están los derivados de su simplicidad: su tendencia a ritualizar y gesticular la oposición; su preferencia por los temas de agenda política en los que las diferencias son más llamativas frente a otros con menores desacuerdos; su propensión a quedar embelesados por una cierta magia de las palabras que suele ir unida a una excesiva confianza en el poder de la escenificación; su preferencia por la rotundidad frente a los matices.
Teniendo en cuenta esta simplicidad conceptual y, sobre todo, la desconfianza que producen hacia dentro y hacia fuera, no es extraño que tengan también enormes dificultades para ponerse pactar con otros. ¿Cómo explicas a los tuyos que has acordado algo con quienes no pertenecen al pueblo y que, sin embargo, necesitas para cambiar las cosas, aunque no en la medida en que desearías? Es la paradoja de quienes desean hacerse cargo de la totalidad: que o la consiguen por procedimientos violentos (lo que no parece ser el caso) o se retiran al rincón de la minoría escogida pero improductiva, que mantiene íntegras las esencias pero no ha cambiado nada de esa realidad que tanto les indignaba.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Su último libro es La democracia en Europa (Galaxia-Gutenberg).

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