DE VOTOS E IDIOTAS
RAUL FUENTES
EL NACIONAL
Ráðherrann se llama una serie de TV islandesa, tenida entre las 10 mejores producidas el pasado año en Europa. Etiquetada de thriller político, a fin de equipararla a Borgen, el apasionante drama danés desarrollado en tres temporadas de 10 capítulos cada una, fue comercializada bajo el nombre de The Minister y transmitida en este lado del mundo a través de AMC Networks. Consta de 8 episodios y, a pesar de solo haber visto el primero, algo de la trama podría adelantar; sin embargo, no es mi intención aguarle la fiesta a los teleadictos y me limitaré a referir apenas la inaudita propuesta de Benedikt Ríkhardsson, líder del Partido de la Independencia, interpretado por Ólafur Darri Olafsson (Animales fantásticos, True Detective), ante una eventual coalición con la socialdemocracia, para la elección del primer ministro. Tal alianza se concretaría, sólo si en los comicios participase al menos 90% de los censados en el padrón electoral. De lo contrario no habría concertación.
Es primordial ganar, naturalmente; pero, al populista y bipolar Ríkhardsson le importa, asimismo, y quizá mucho más, convencer a sus compatriotas de la necesidad de participar en la vida pública mediante el sufragio. Sin salir de su asombro, adeptos y rivales le preguntan cómo cree posible conseguir semejante asistencia a las votaciones en ciernes, y responde: remitiéndoles a 98% de concurrentes al plebiscito de afirmación de la independencia nacional celebrado en 1944. En la Grecia antigua, recuerda a sus perplejos seguidores y atónitos adversarios, llamaban idiotas a quienes no se interesaban en la política. Una cosa llevó a la otra y sus asesores sacaron de la chistera publicitaria la frase «No seas idiota». Estas tres palabras serán el mensaje central de su campaña. Y aquí es donde el cuento cuenta para nosotros, porque una vez más se nos plantea el hamletiano dilema de votar o no votar.
Yo tuve noticias del significado y la etimología del vocablo idiota a través del español Fernando Savater y, en razón de las elecciones regionales del 16 de diciembre de 2012, escribí un artículo contra la abstención —«Los idiotas no votan»—, publicado en este periódico, cuyo colofón era: «Tengamos presente la acepción del adjetivo idiota, según el escritor, filósofo y amante de la hípica Fernando Savater: Idiota. – Del griego idiotés, utilizado para referirse a quien no se metía en política, preocupado tan sólo en lo suyo, incapaz de ofrecer nada a los demás». En ese entonces, defendí el voto como instrumento de cambio, aunque en la Venezuela chavista, el voto comenzaba a ser envilecido mediante las triquiñuelas de un árbitro comicial sujeto a la voluntad del Ejecutivo; no obstante, o por eso, mucho de lo expuesto en aquel texto sigue teniendo vigencia. Veamos: veamos: «Ante la inminencia de un proceso electoral dirigido a seleccionar a los gestores de las administraciones estatales en el próximo período constitucional, nos parece pertinente apelar a tres pareceres respecto a la relación entre quienes hacen política y quienes la desdeñan. Comenzaremos con Platón, quien afirmó: “Uno de los castigos por rehusarte a participar en política es que terminará siendo gobernado por hombres inferiores a ti”. Siglos después, el historiador británico Arnold Toynbee, acaso inspirado en el sabio ateniense, escribió: “El peor castigo para quienes no se interesan en la política es ser gobernados por quienes sí se interesan”. Y, más recientemente y más cerca de nosotros (y del chavismo), Luis Inácio Lula da Silva sostuvo: “Al que no le gusta la política corre el riesgo de pasar su vida entera siendo mandado por aquel al que le gusta”. Tres opiniones convergentes y muy pertinentes a modo de vacuna contra la tristeza y el desaliento, productos del inmoral ventajismo oficialista exhibido en la pasada consulta presidencial, y de tónico o aliciente a los votantes que tienen en sus manos la oportunidad de consolidar posiciones alcanzadas por la oposición y de conquistar nuevas trincheras en aras de preservar la descentralización y reconquistar la civilidad del país».
Desde aquel remoto llamado a las urnas ha transcurrido casi una década ahitada de trapisondas y zancadillas, de tísicas alegrías y súbitas decepciones, y llegamos nuevamente a una situación en la cual votar o no votar pareciera ser la shakesperiana cuestión a dirimir entre, quienes abocados a deshojar la margarita electoral, lo hacen ante la cercanía de una jornada electorera para ratificar o renovar gobernadores y alcaldes, quizá la último antes de la instauración de un Estado comunal, en el cual tal modalidad habrá dejado de existir, pues el sufragio universal, directo y secreto será sustituido por la ominosa «señal de costumbre», propia de dóciles asambleas no deliberantes, inducidas por comisarios políticos en el rol de coreógrafos o monitores de la gimnasia de la mano alzada. Votófilos y votófobos piensan en términos de papeletas o tarjetones con nombres y fotografías de postulantes y aspirantes a ocupar cargos de elección popular, y no como mecanismo de revocación de los mandatos de enchufados mediante el voto ciudadano y abrogación de leyes sancionadas por el parlamento a espaldas de sus representados, y decretos con fuerza de ley dictados por el presidente, cual explicitan los artículos 72 y 74 de la carta magna.
Las revoluciones están, por definición, destinadas a destruir; de lo contrario no merecerían ser consideradas tales. En nuestro país, el advenimiento de la re(in)volución bolivariana supuso la demolición de la estructura institucional edificada durante la despectivamente llamada IV República. Los depredadores y terminators castrosocialistas destruyeron todo a su paso, pero nada digno de alabanzas construyeron a fin de llenar el vacío producto de su barbarie, más allá del adefesio constitucional de 1999, un contrato social bueno para todo, especialmente para ser sistemáticamente violado por quienes lo suscribieron «en nombre del pueblo soberano en ejercicio de sus poderes creadores e invocando la protección de Dios, el ejemplo histórico de nuestro Libertador Simón Bolívar y el heroísmo y sacrificio de nuestros antepasados aborígenes y de los precursores y forjadores de una patria libre y soberana», tal reza en el pretencioso y almidonado preámbulo, redactado vaya usted a saber por cuál plumífero cercano a Hugo Rafael… pero, no hay otro y a él debemos ceñirnos si queremos satisfacer exigencias legítimas, entre ellas, la derogación de la Ley Orgánica de Ciudades Comunales, estrafalaria normativa sociopolítica orientada a disolver la identidad individual en un arroz con mango colectivo, sovietizando la sociedad al modo de la Kampuchea de los jemeres rojos, aprobada en primera discusión por la espuria asamblea nacional chavista y aplaudida con delirante entusiasmo por Nicolás, el pasado 10 de marzo. No proceder en tal sentido sería desaprovechar una oportunidad de oro para aglutinar voluntades en busca de la unidad perdida, e involucrar a la gente en asuntos de su incumbencia, preteridos en procura del pan nuestro de cada día. Recordemos al novelista y filósofo francés Albert Camus: «La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas».
También, y ya encaramado en el último vagón de la descarga habitual, ponemos sobre el tapete lo atinente a la remoción vía referéndum de Nicolás Maduro —con anterioridad lo planteó César Pérez Vivas en su artículo del miércoles en El Nacional (“La prioridad de la agenda”)—, acción paradójicamente legitimadora de la usurpación, abortada en octubre de 2016 por cinco aquiescentes tribunales de provincia a las órdenes de gobernadores chavistas, y pospuesto sine die por un CNE rojo rojito. Quienes se ocupan del derecho constitucional se encargarán de enseñarnos a batir el cobre. Sin la ególatra verborragia de Hugo, y sin dominio de sus fruslerías ideológicas y sus artes de encantamiento, es improbable una victoria del zarcillo en una consulta plebiscitaria, mas no imposible; la mano peluda de los cubanos aún maneja hilos invisibles para la oposición. Maduro, ya lo dijimos, no es un tonto, pero está lejos, muy lejos de ser un estadista. La Bachelet se lo vaciló a su antojo, ¡vacilón, que rico vacilón!, pero él sigue campante en busca del otro yo responsable de sus errores y desaciertos: el consabido imperio, Iván Duque, la oligarquía criolla, Úrsula von der Layen y ahora Biden. El voto no es exclusivamente para elegir. Puede y debe ser herramienta para depurar y adecentar la administración pública, y hacer llegar a los cuatro vientos los desequilibrios (y las arbitrariedades) en materia de recursos y arbitraje, definitorios del talante dictatorial de quienes gobiernan. Sufragar es una obligación moral inherente al contrato social de cualquier República democrática. ¿Que Venezuela no lo ha sido durante años? De acuerdo; pero ello no impide, por el contrario, anima, la insurgencia ciudadana contra el despotismo. Se necesita, por supuesto, un líder, no un burócrata; un hombre o una mujer capaz de movilizar a masas paralizadas por el pavor a los cuerpos de (in)seguridad del Estado y el pánico a la covid-19: alguien, como el protagonista de Ráðherrann, deseoso de ser no el candidato de un partido sino el de una nación.
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