La solidaridad internacional con los venezolanos
Trino Márquez
Para los gobiernos democráticos del continente, y del mundo, sabe
amargo digerir a un personaje como Nicolás Maduro y el régimen que preside. Maduro
no solo viola todas las normas de la convivencia democrática –la libertad de
expresión, llenó las cárceles con centenares de presos políticos, acabó con la autonomía del Poder
Judicial, del Poder Electoral y con las elecciones competitivas- sino que
cometió un pecado geopolítico grave: para mantenerse atornillado al poder, se
alió con los enemigos históricos de Estados Unidos y de Occidente. Se vinculó a
Rusia, China, Irán y, ahora, con la Turquía de Erdogan, cada vez más
antieuropea, misogínica y clerical.
Las demenciales
políticas económicas de Maduro han provocado el éxodo de más de 15% de la
población –unos cinco y medio millones de personas- algo que jamás había sucedido en América Latina, ni en
ninguna otra nación que no haya vivido una guerra fratricida por razones políticas,
étnicas o religiosas; ni haya estado sometida a ninguna catástrofe natural
debido a inundaciones incontenibles o sequías prolongadas.
Las alianzas
internacionales de Maduro y el éxodo masivo y continuo de venezolanos, con
tendencia a crecer, han encendido las alarmas de las naciones receptoras de la
mayor cantidad de venezolanos. Las respuestas de los países vecinos han sido de
distinto signo. Desde 2020 se han visto brotes xenofóbicos en Panamá, Perú,
Ecuador, Chile e, incluso, en Colombia. La respuesta de los gobiernos ha sido
variada. Se ha movido entre el
fariseísmo y la indiferencia. Han condenado oficialmente las
manifestaciones chauvinistas de algunos habitantes, pero no han articulado
ninguna política para contenerlas, ni adoptado medidas coherentes para
proteger a los venezolanos empujados a
huir de Venezuela de forma caótica e improvisada.
Los gobiernos
que han marcado pauta son los de Iván Duque y Joe Biden. Ambos aprobaron sendos
estatutos de protección temporal a los venezolanos que se encuentran en
Colombia y Estados Unidos en situación ilegal. En el caso de Colombia, el
estatuto les concede el beneficio de protección por los próximos diez años; en
el de Estados Unidos, la gracia fue concedida por dieciocho meses, lapso que
permite regularizar la situación de los indocumentados.
Sin la
estridencia y fanfarronería de Donald Trump -para quien todas las opciones
estaban colocadas en la mesa- la administración de Biden dio un paso
trascendental: blanqueó la situación de los venezolanos que huyeron al norte
buscando realizar el sueño americano. Por supuesto que concretar ese sueño, o
estabilizarse en una sociedad tan compleja como la colombiana, en absoluto
resulta sencillo. La Covid-19 ha estremecido los cimientos de la economía estadounidense
y colombiana. Los venezolanos residenciados en esas dos naciones tendrán que
competir en condiciones muy exigentes con los nativos y, en Estados Unidos, con
los ciudadanos de muchas otras latitudes que, al igual que los venezolanos,
aspiran establecerse y progresar en esa sociedad. La entrada en vigencia del
estatuto no garantiza el éxito de nadie. Solo les permite a los beneficiarios
quitarse de encima la preocupación de que pueden ser deportados en cualquier
momento.
Además, el
decreto del TPS en Estados Unidos y Colombia marca una nueva línea de
confrontación entre los gobiernos de esas naciones y el régimen de Maduro. Desde
luego, que no resuelve las causas
estructurales que causan la diáspora, como señalan algunos personajes que
quieren pasarse de listos. El estatuto no está concebido para reanimar la
economía venezolana, debilitar internamente a Maduro y provocar una alianza de
fuerzas políticas y sociales que terminen eyectando al mandatario. Su finalidad
es mucho más sencilla y directa: busca aliviar el peso de la carga a los
millones de venezolanos que acosados por el hambre, la inflación, el desempleo
y la inseguridad, han huido despavoridos de Venezuela. Trata de hacerles la
vida más amable a los niños, mujeres, padres y madres de familia, y personas de
la tercera edad, que se fueron porque el régimen les cerraba las puertas y les anulaba
la existencia.
La aprobación
del TPS representa una condena a las inequidades sociales creadas y propiciadas
por el modelo madurista. Nadie se escapa por los caminos verdes, o emprende
caminatas interminables, de un país lleno de oportunidades para ascender. Nadie
ha visto a balseros partiendo de las costas de Florida para alcanzar las playas
de Cuba. Ni a un lote de norteamericanos atravesando Centroamérica con el fin
de llegar a la Venezuela de Maduro.
También constituye
un alegato contra la destrucción de la democracia. La crisis provocada por la
Covid-19 podría ser mejor enfrentada si los millones de venezolanos que han
emigrado, permaneciesen en el país para participar en la reconstrucción de la
economía. La miseria y el cerco político, sin esperanza de un cambio cercano, es
el viento de cola que ha impulsado a los venezolanos a fugarse.
La solidaridad
activa de los presidentes Biden y Duque debería convertirse en un ejemplo de
unidad de propósitos en el que se mire la oposición venezolana.
@trinomarquezc
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