lunes, 24 de abril de 2017

¿Cómo acaba el conflicto político actual

COLETTE CAPRILES

TAL CUAL

Para intentar ver hacia dónde se despliega esta crisis, o mejor dicho: esta etapa de la crisis, conviene marcar las diferencias con respecto a otras. Es importante hacerlo porque es patente la voluntad del madurismo de repetir antiguos esquemas discursivos, como el de la “oligarquía blanca fraguando un golpe de estado contra el pueblo” que, a decir verdad, solo resuena en lo más bajo del inframundo estalinista universal.
Y es que justamente la diferencia crucial es que el régimen abandonó el registro simbólico para atrincherarse en lo real: el reino de la fuerza como razón última. O como única razón. Desde el momento en que Maduro salta del tablero de la legitimidad democrática, la que proviene del voto, hacia el terreno oscuro de la doctrina de seguridad nacional que identifica al oponente, al ciudadano, como enemigo interno, se redefine a sí mismo en franca ruptura, no sólo con la Constitución, sino hasta con la lógica plebiscitaria que sostenía al chavismo.
Ese salto, que había venido siendo ejecutado en cámara lenta desde el mismo momento en que las elecciones del 6D marcaron la voluntad mayoritaria de cambio político, se volvió obscenamente visible, como sabemos, con las sentencias 155 y 156 de la Sala Constitucional. Es imposible saber qué factor marcó esta fatal aceleración del proyecto de radicalización. Cierta hybris, o la arrogancia de creer que los tres meses de estupor transcurridos desde el arrebatón del referendo revocatorio y de las elecciones regionales podían durar eternamente. O la otra arrogancia de pretender desafiar la nueva configuración regional que señala el resquebrajamiento moral y político del sexagenario proyecto de la corrupta izquierda continental. 
Y como los dioses ciegan a aquellos caidos en desgracia, el clan madurista fue incapaz de entender que violar la regla que permite en última instancia dirimir el conflicto, que es la electoral, traería al escenario la más potente indignación popular y reunificaría a la conducción política de la oposición con una agenda sustantiva: restituir la vigencia de la Constitución como articulación de las distintas demandas políticas. No supo leer el significado de un nuevo liderazgo en la Asamblea Nacional ni de la reorganización de la Mesa de la Unidad Democrática. Olvidó el efecto lento pero persistente de las defecciones, de las purgas, de las ahogadas rebeliones dentro del chavismo. Pero sobre todo, leyó las encuestas torcidamente: se convenció que podría vegetar con su 30% de apoyo sin evaluar que la intensidad del repudio del otro 70% estaba aguardando su momento para manifestarse. El plan parecía sencillo: terminar de desarticular institucionalmente a los partidos políticos, repartir cajas de comida y alargar la gestión de un Estado fallido hasta el umbral de unos comicios presidenciales que aseguraran la continuidad del régimen. Todo bajo la promesa de lealtad de la corporación militar, ya imbricada inextricablemente con las dinámicas económicas, políticas y simbólicas del régimen.
El gobierno de Maduro enfrenta este momento político con la lógica del enemigo interno y de la contención militar de la presión popular. El costo político de la represión institucional parece ser irrelevante en esta lógica. En definitiva, el 19 de abril se escenificó el mensaje; el verbo se hizo carne y cuerpo de millones y la respuesta fue militar y eficientemente ejecutada. Pero el 20 de abril aparece otro fenómeno que el silencio oficial califica por sí solo: el mensaje de quienes en estrecha complicidad clientelar, ejercen el gobierno paralelo de los barrios. Un mensaje de sangre y miedo dirigido a la cúpula que con tolerancia ha estimulado el reinado de paramilitares, pranes y de su entretejido con la fuerza pública. La militarización de las ciudades con fines de represión política afecta también la dinámica del paraEstado y la respuesta de éste es que no cederá su control, su peculiar monopolio de la violencia, sobre amplias zonas urbanas y suburbanas. Hay entonces un tercer actor en el conflicto, de cabezas múltiples y forma incierta. Esta amenaza hacia la gobernabilidad del propio régimen puede llegar a ser definitoria en este conflicto y hacia el tránsito democrático.
Se impone una solución política. La agenda de la oposición y de la sociedad está clara: garantizar las condiciones constitucionales para realizar elecciones. Sin la liberación de presos y levantamiento de inhabilitaciones, sin el reconocimiento absoluto al poder legislativo (que permita la recomposición democrática del Consejo Nacional Electoral y del Tribunal Supremo de Justicia), el mero llamado a elecciones regionales y locales es insuficiente, en el sentido de que no habría garantías para un mínimo grado de competitividad. Habrá que discutir, probablemente, el adelanto de las elecciones presidenciales y un mecanismo constitucional para ello. En todo caso, se trata en realidad de un plan de re-establecimiento de un mínimo funcionamiento institucional para permitir que se exprese la voluntad popular.
Pero el punto focal de una solución política no es evidentemente un asunto de agenda, sino que la cúpula que gobierna reconozca la necesidad estructural de la alternabilidad y el cambio político. Hace falta, como ha sido ilustrado en incontables experiencias de transición, una ruptura en la elite dominante. Hay fracturas pero el edificio sigue suspendido en su propia imposibilidad. Sin una solución política el horizonte seguirá encajonado entre la amenaza de golpe pretoriano que venga a “poner orden” y la inestabilidad de un Estado fallido que observa impertérrito la miseria que provoca.
¿Podrá sostenerse la presión en los múltiples espacios en los que ya tiene lugar, el doméstico, el foráneo, la FANB, las líneas de lealtad internas? ¿Podrá esta estructura minada por su propia corrupción, desconfianza, incompetencia, crueldad hacia la población, soportar estas presiones? Todos los escenarios son posibles hoy. Quizás la entrevista de Almagro con Leonel Fernández en República Dominicana sea el preludio de otro horizonte, en el que se pueda diseñar un esquema de reglas mínimas para dirimir la crisis. Pero será un proceso arduo y difícil que exigirá una enorme madurez política. Ojalá que este sufrimiento compartido nos haya ayudado a alcanzarla.

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