ISMAEL PEREZ VIGIL
Quienes desde la oposición democrática propugnábamos participar en el proceso electoral del 6 de diciembre no pudimos convencer de la validez de nuestros argumentos a la instancia que toma las decisiones políticas en la oposición y ya fue anunciada la decisión de no participar en ese proceso electoral.
Una vez tomada la decisión es una pérdida de tiempo volver a discutir el tema. Mucho menos importante es repetir los argumentos en favor o en contra de una u otra opción, que damos por bien conocidos. Pero debo reconocer, más allá de toda duda, que con cualquiera que se hable y como se observa en la mayoría de las opiniones que se vierten en la prensa –ni hablar de las redes sociales– parece haber una inclinación “popular” que favorece el no participar en las elecciones parlamentarias, por más que alguna encuesta diga lo contrario. (Aunque hay otras encuestas que dicen lo opuesto, pues siempre hay encuestas para todos los gustos.)
Quienes adoptaron la decisión de no participar es obvio que advirtieron que es muy poderosa la frustración y el cansancio de la mayoría opositora del país que, agotada y abrumada por la realidad cotidiana, que golpea duramente, considera que una elección parlamentaria, aun dentro de cuatro meses, no es una opción en la que valga la pena embarcarse. Teniendo que luchar diariamente por sobrevivir, literal y realmente hablando, es poco el ánimo que queda para participar en un proceso electoral, si además ahora le sumamos el efecto letal de la pandemia de la Covid-19.
Hay que admitir que había argumentos poderosos para sostener la opción de no participar. Y no hay que remontarse muy lejos para verlos, pues la muy reciente historia nos muestra los abusos que está dispuesto a cometer el régimen para mantenerse en el poder, como por ejemplo: el intento de apropiarse por la fuerza de la AN en enero de 2020; la designación ilegal y a su medida del CNE; el robo a los principales partidos opositores de sus nombres, símbolos, sedes y colores; las violaciones constitucionales para incrementar el número de diputados y violar el derecho al voto secreto de la población indígena. No es, por tanto, muy difícil pensar que la posición de la mayoría democrática de no participar tiene asidero y que va a ser bien recibida por esa población opositora, que como ya hemos dicho se siente cansada y frustrada.
En cualquier caso, la decisión de no participar, ya tomada y anunciada, si bien no es la opción que algunos favorecíamos, no podemos dejar de reconocer –como ya dije– que había razones para hacerlo y que, en todo caso, se hizo preservando un valor que está por encima de la participación electoral: la unidad opositora y con base en ese importante valor podemos aceptar y compartir esa decisión.
Pero ahora han surgido con fuerza ciertas consideraciones acerca de la pertinencia de la discusión de votar o abstenerse, participar o no, que merecen un comentario. Sin duda hay problemas estratégicos más importantes que debieron y deben ser el fondo de la discusión política opositora. Después de todo la vía electoral, políticamente hablando, no es más que una táctica; pero, la elección parlamentaria estaba allí, frente a nosotros y no había forma de evadirla. Decir que el problema es el “cese a la usurpación” o “la pandemia”, o la “crisis humanitaria compleja”, o “huir o resignarse”, o “como combatir la desesperanza” o “cómo mantener una esperanza activa”, y así podríamos seguir enumerando otra gran gama de problemas, que podrán ser ciertos, siempre y cuando no se trate de un pretexto para desviar la atención de las consecuencias políticas de la decisión adoptada.
Tenemos que sincerar esta discusión, porque es importante dilucidar si detrás de algunos argumentos que apuntan a calificar la discusión de “falso dilema”, aun con buena intención, no se esconde el inveterado temor a la palabra “abstención”, porque aunque el nombre no les guste a algunos, no es lo mismo ir a votar, que abstenerse y quedarse en casa cruzados de brazos. Negarse a llamar la decisión por ese nombre, en el fondo, es reconocer que la abstención en política nunca ha sido una estrategia que conduzca a alguna parte, excepto a la inamovilidad popular y la indiferencia política.
La abstención –como ir a votar– no tiene sentido sino forma parte de una política general, global y sobre todo unitaria, en la que participe la mayoría de la población y quien no participe, que por lo menos pueda entenderla y no tenga argumentos para contradecirla. De lo contrario, lo que trae es desmovilización, quietismo y eso genera desesperanza. No estamos para más desesperanza. Por eso era tan importante, para no exacerbar la desesperanza popular opositora, que la decisión de no participar viniera acompañada, desde el principio, por una alternativa de movilización, por unas indicaciones mínimas de cómo proceder y que aún no se vislumbran, ni aparecen en el horizonte inmediato.
Ahora tenemos la discusión de otros dos problemas reales: Uno, qué hacer a partir del 7 de diciembre; y dos, sobre todo, qué hacer a partir de enero de 2021, que cesará en sus funciones la actual AN y la presidencia interina de Juan Guaidó. Posiblemente el régimen no se consolide más, pues su legitimidad está en declive, según podemos ver en recientes declaraciones de voceros de la llamada “comunidad internacional”, pero seguirá ejerciendo de facto el poder, controlando los recursos del país y controlará también el poder legislativo a partir de enero de 2021.
Tanto la “comunidad internacional” involucrada en el tema Venezuela, como el liderazgo opositor deberán redefinir estrategias –desde ahora y en enero de 2021– y en nuestro caso será mucho más imperativo que los líderes y los partidos políticos se reinventen, como hemos estado insistiendo desde hace varios meses.
Politólogo
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