¿Víctimas del estalinismo? No: del socialismo
Luis Alberto Buttó
TALCUAL
No hace mucho, apenas desde 2009, por disposición del Parlamento Europeo, cada 23 de agosto se «celebra» el denominado «Día Europeo de Conmemoración de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo», más popularmente conocido como «Día del Listón Negro». Al rompe, luce chocante que se constriñera a un determinado espacio geográfico el hecho de que tales aberraciones políticas hayan dejado víctimas a su paso.
Empero, quizás, la excluyente delimitación pueda hacerse potable si se repara en el hecho de que, si bien el recuerdo debiera ser mundial, el acuerdo que lo estableció se generó a lo interno de la Unión Europea. Cosas de la política a escala, se entiende. En todo caso, perentoria es la advertencia de que en la suma del costo en vidas humanas causado por el totalitarismo, a secas y sin sustantivos que apunten a la particularización, no hay espacio indemne en el planeta.
Lo que en modo alguno puede ser digerible es que en el acuerdo que dio origen a la efeméride en cuestión se hayan establecido marcos diferenciadores que pretendan sembrar confusión en la opinión general al obviar, en la concreción discursiva, que no es el estalinismo, como supuesta desviación del socialismo, la variante de totalitarismo a condenar. En lo absoluto.
Lo condenable sin vacilación alguna es el socialismo como tal, independientemente de cualesquiera adjetivos que se le quiera dar, en tanto y cuanto modelo socioeconómico y modelo sociopolítico perverso por antonomasia por representar el más infame de los mecanismos de dominación social desarrollados en el siglo XX, con aberrantes ramificaciones aún en el siglo que transcurre.
La experiencia histórica lo demostró con creces: el socialismo, llámesele como se le llame, e instáurese en la época en que se instaure, solo acarreó (acarrea) penurias inimaginables a la población de los países que lo sufrieron (lo sufren) en carne propia. ¿Las razones de que así sea? Sencillas: en el socialismo se utilizan los instrumentos de coerción a disposición del Estado para la consecución del objetivo estratégico de edificar una sociedad definida por la supresión de la libertad, en aras de que el hombre, al no poder ejercer aquélla, se vea obligado a depender de la maquinaria institucional para asegurarse la subsistencia.
Dicho por la calle del medio, el socialismo no es más que un entramado de relaciones de subordinación entre el universo de menesterosos, que es la gente en su totalidad, y el gran decisor-controlador, que es el leviatán parido de las iniquidades teóricas del marxismo. Brutales relaciones sociales de subyugación cínicamente justificadas por la autodenominada vanguardia revolucionaria mediante sofismas intragables del tipo la construcción del hombre nuevo y la consecución de la verdadera independencia, verbigracia. En la dirigencia socialista se encarna la impostura. Ése es su patrón de conducta.
Así las cosas, es una añagaza intragable pretender mostrar al estalinismo como fenómeno político diferente al socialismo. Aquí no cabe delimitación válida.
Estalinismo, maoísmo, castrismo, lo que sea, en cualquiera de sus expresiones, el socialismo es una estafa ideológica, que no a la larga y sí a la corta, se convierte es desgracia inenarrable para todo aquel incauto que interiorice las consignas desfasadas y anacrónicas extraídas de los burdos manuales disponibles, salvo que, por supuesto, se pertenezca a la nomenclatura, la clase social hipócrita e indecorosa que, en la práctica, con las variantes que al respecto puedan identificarse, termina erigiéndose segmento social con primacía en el usufructo de la poca o mucha riqueza que se genere fronteras adentro.
En definitiva, todo experimento socialista es despiadado, cruel, injusto, inhumano.
Toda variante de socialismo arrastra tras de sí el empobrecimiento generalizado de la población, el anclaje de estructuras económicas y sociales propias del subdesarrollo y la consolidación en el poder político y económico de camarillas que al monopolizar los asuntos del Estado y del gobierno incurren descaradamente en prácticas tiránicas.
Por consiguiente, allí donde impera el socialismo, se aplastan sin pudor las libertades fundamentales del ser humano y se destruye de plano la construcción de ciudadanía, pues la persona no importa, es anulada, frente al fin supremo del ideal revolucionario.
De manera imperturbable, el socialismo deviene en totalitarismo. Desconocerlo con juegos de palabras es tenderle la alfombra roja a la vileza política.
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