Retrato de un régimen desfalleciente
El Nacional, Editorial
Quien haya tenido ocasión de ver las
imágenes que Maduro puso en circulación el jueves 2 de mayo, donde
aparece rodeado de militares, lo ha constatado por sí mismo: es el
rostro de un hombre demudado, agobiado, roto por el miedo. La actitud de
un sujeto a punto de doblar sus piernas y derrumbarse.
Es el rostro de un derrotado, de un
hombre empujado, devuelto a lo público a pesar de sí mismo, y que, en
las últimas semanas, ha pasado los días y las horas soñando con huir,
con estar en otra parte, con iniciar, de una vez por todas, su
inevitable exilio. Es el mismo hombre que, cuando finalmente apareció el
30 de abril,más de once horas después de la irrupción de Guaidó en la
madrugada, en las inmediaciones de La Carlota, lo hizo a través de un
tuit que comienza con una frase de tres palabras: “¡Nervios de acero!”.
Así, entre signos de exclamación. Frase delatora, que hace patente los
nervios quebrados, la dificultad para pensar, el terror a cuanto le
rodea.
Pero vuelvo a las imágenes del 2 de
mayo, al Patio de Honor de la Academia Militar: no es más que una
precaria escenificación. Una opereta mal montada, en la que participaron
centenares de hombres, en uniforme y desarmados, dispuestos de modo
tal, para que parezcan numerosos y cohesionados. Vean las fotos: nadie
sonríe. Hay algo sombrío, apesadumbrado, final en todas las imágenes.
Maduro aparece doblemente hinchado: por su peso y por el efecto de los
chalecos antibala. En el lugar donde, en teoría, debía sentirse más
protegido, aparece rodeado por el funcionariado de Casa Militar. Porque,
en lo esencial, Maduro no sabe cuántos de esos uniformados son
conspiradores, cuántos lo odian, cuántos lo desprecian, cuántos piensan
que el régimen debería acabarse. Maduro no sabe, ni siquiera, si alguno
de ellos estaría dispuesto a dar su vida por él.
Todo lo que está implícito en estas
imágenes no es nuevo. Desde comienzos de 2018, de forma cada vez más
acentuada, vienen ocurriendo, de forma simultánea, cuatro fenómenos que
debemos reconocer y articular entre sí. El primero de ellos: la
desmovilización de los partidarios del régimen. Los llamados no
encuentran respuesta. Maduro y sus secuaces hablan de un pueblo chavista
que no existe. Convocan a marchas y concentraciones que no reciben
apoyo. Ha pasado, en varias ocasiones, frente al Palacio de Miraflores,
pero también en otras ciudades de Venezuela: las tarimas deben ser
desmontadas por falta de público. Ya no hay listas, ni pagos, ni
refrigerios ni promesas que funcionen. Está claro: lo que queda de lo
que fue una militancia está desapareciendo, llamado tras llamado.
Lo segundo: las desafecciones no
paran. Son miles las personas vinculadas al régimen que renuncian,
huyen, se exilan, se declaran enfermos o simplemente desaparecen. Ocurre
en todas las instancias. En ministerios y oficinas públicas. Y, lo que
más perturba el insomnio de Maduro, pasa también en los cuarteles. La
contabilidad de los uniformados que se esfuman o cruzan las fronteras,
no para. Basta con verificar el modo en que la palabra traición es usada
por los últimos voceros del régimen, para certificar que la debilidad
se hace más profunda.
Asociado a los dos procesos
anteriores, el tercero y más evidente: la desaparición de Maduro del
espacio público. Maduro ni se asoma a las calles. No se reúne con
comunidades. No sale de su búnker. Está cada vez más aislado, rodeado de
medidas de seguridad. En otras palabras: es un hombre dependiente. Ha
perdido el pálpito, el contacto con la realidad. Para saber qué está
ocurriendo debe preguntar, leer informes, confiar en lo que le dice su
grupo de confianza, cada vez más reducido.
Desde hace algunos meses –este es mi
cuarto punto–, además, la crisis del discurso gubernamental es cada vez
más abismal: Maduro no tiene nada que decir a las familias venezolanas
aquejadas por el hambre, la enfermedad, la escasez y la hiperinflación.
Maduro encabeza un poder que solo reprime y mata. Un poder sin políticas
públicas. Un poder encerrado, disociado, exclusivamente concentrado en
perpetuarse mientras Venezuela se convierte en tierra arrasada.
Hasta donde me alcanza la memoria, en
lo que va de 2019, Maduro ha protagonizado cuatro o cinco operetas con
el mismo guion: aparece rodeado de militares. Es su único y excluyente
mensaje: comunicar que cuenta con el poder de las armas. Atrás han
quedado los tiempos en que simulaba contar con respaldo popular. Muy
atrás los días en que se permitía desafiar el rechazo ciudadano,
apareciendo en alguna comunidad de la que, a menudo, debía huir
expulsado por el ruido de las cacerolas y los abucheos de las víctimas
de su poder.
Insisto en el drama que esconden las
imágenes de Maduro en el Patio de Honor de la Academia Militar: las
escenifica para mostrarse como un hombre poderoso e invencible, aunque
sabe, secretamente sabe y su rostro no lo oculta, que, entre esos
hombres allí uniformados, están los que, cumpliendo un mandato
establecido en la Constitución vigente de Venezuela, atenderán el
llamado de Juan Guaidó para poner fin a la usurpación.
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