MOISES NAIM
El populismo no tiene nada de nuevo. En teoría, es la defensa del pueblo noble (el populus)
de los abusos de las élites. En la práctica, es usado para describir
fenómenos políticos muy diferentes —Donald Trump y Hugo Chávez, por
ejemplo—. Por sí solo, es problemático. Cuando se junta con polarización
y posverdad, su capacidad destructiva se multiplica.
Pocos
líderes se autodefinen como populistas. Más bien, el término suele ser
usado como un arma arrojadiza lanzada por sus adversarios políticos. Un
error común es suponer que el populismo es una ideología. Pero hay
populistas que defienden la apertura económica y cultural al mundo y
otros que son aislacionistas, unos que confían en el mercado y otros en
el Estado. Los populistas “verdes” priorizan la protección ambiental
mientras que los industrialistas favorecen el crecimiento económico, aun
cuando contamine el ambiente. Hay populistas de todo tipo. La
experiencia histórica muestra que el populismo no es una ideología sino
una estrategia más para tomar el poder, y de ser posible, retenerlo.
Esto último es lo más peligroso. Un país puede recuperarse de un
Gobierno populista cuyas políticas dañan la economía, estimulan la
corrupción y debilitan la democracia. Pero, mientras más se prolonga ese
mal Gobierno, más daño hace, más difícil es reemplazarlo y más larga y
costosa es la recuperación del país.
Venezuela, por ejemplo, pudo haber sobrevivido a un periodo
presidencial de Chávez. Pero lo que devastó a ese país, y está haciendo
tan difícil su recuperación, son las dos décadas del mismo régimen
inepto, corrupto y autocrático iniciado por Chávez y prolongado por
Nicolás Maduro.
El continuismo es el enemigo a vencer. Vimos sus efectos en el Perú
de Fujimori, en la Argentina de los Kirchner, el Brasil de Lula y
Rousseff, en la Bolivia de Evo Morales y la Nicaragua de los Ortega. Por
supuesto que aferrarse al poder violando la Constitución o cambiándola
para alargar los periodos presidenciales, no es solo un fenómeno
latinoamericano. Allí están la China de Xi Jinping, la Rusia de Putin,
la Turquía de Erdogan y la Hungría de Orbán, por no mencionar la larga
lista de longevos dictadores africanos.
El populismo y la polarización hacen buena pareja. Es normal que en
una democracia haya grupos antagónicos que compiten por el poder. De
hecho, eso es sano. Pero en los últimos tiempos hemos visto como, en
muchos países, esa sana competencia ha mutado en una polarización
extrema que atenta contra la democracia. La polarización radicalizada
hace imposible que grupos políticos rivales logren concretar los
acuerdos y compromisos que son necesarios para gobernar en democracia.
Los rivales políticos se convierten en enemigos irreconciliables que no
reconocen la legitimidad del “otro”, no aceptan el derecho de ese “otro”
a participar en la política o, mucho menos, que llegue a gobernar.
Crecientemente, las diferencias que suelen dividir a las
sociedades (desigualdad, inmigración, religión, región, raza, o la
economía) dejan de ser la fuente primordial de la polarización,
abriéndole paso a la identidad grupal como el factor que determina las
preferencias políticas. Además, esta identidad suele definirse en
oposición y contraste a la identidad del “otro”, la del adversario.
Desde esta perspectiva, todo se hace más simple; no hay grises, todo es
blanco o negro. O eres “de los míos” o del grupo cuya existencia
política no tolero.
Es así como fomentar la polarización, profundizando los desacuerdos
existentes y creando nuevas razones para el conflicto social, se vuelven
potentes instrumentos al servicio del continuismo. El “nosotros” contra
“ellos” moviliza y energiza a los seguidores quienes, activados y
motivados a enfrentar al “otro lado”, se convierten en una importante
base de apoyo para quienes se aferran al poder promoviendo las
divisiones.
Pero al populismo y a la polarización se le ha juntado un nuevo
vicio, mucho más moderno: la posverdad. Desinformar, confundir, alarmar,
distorsionar y mentir se hace más fácil, y su impacto se amplifica,
gracias a las nuevas modalidades de información, que contribuyen a que
creamos menos en las instituciones y más a nuestros amigos o a quienes
comparten nuestras preferencias políticas. En las democracias de hoy la
verdad es lo que mis amigos de Facebook, Instagram o Twitter creen que
es verdad. Aunque sea mentira.
Populismos destructivos siempre ha habido, y polarizadores también.
Las sociedades los sufren, y los superan. ¿Cómo? Aferrándose a la
verdad. Hoy, ese viejo mecanismo de defensa está desfalleciendo. La
posverdad amenaza a los anticuerpos que las democracias usan para
curarse de los populismos y repeler el continuismo. Hoy están pasando de
ser crisis agudas a ser condiciones crónicas donde la mendacidad es la
norma. Cuando se desdibuja la línea entre la verdad y la mentira se
pierde la principal arma que teníamos para deshacernos de las
aspiraciones continuistas que los populistas siempre han tenido.
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