DECIR ACRISOLADO
LEANDRO AREA P.
Profeso un profundo respeto por los que escriben en estas páginas y en otras. No sé si será la edad, el tiempo que vivimos, la geografía o el calor, pero siento que sus trabajos no son considerados por el lector, ni siquiera por ellos mismos ni por los colegas de sudores y tinta, en su justa relevancia y pasión. Mi caso quede diluido en el de tantos que insisten en decir o en leer. Que lo propio se deseche y distinga en el común buscar acrisolado.
La gente está deseosa de respuestas, de confirmaciones. La gente padece soledad, hambre, injusticia y está harta de la fragilidad, del engaño. La gente, ese animal improbable y esquivo, pretende afirmaciones, orientación, seguridad y los escritores a lo más que podemos aspirar es a ofrecer, más que constataciones, sentido consejero, luces empañadas de tal vez, acompañamiento apresurado donde dudar se convierte en un proyecto vivo de afirmación.
Porque opinar es arte complejo. Entre decir y opinar hay una brecha. Decir es quedarse, es describir, nombrar, mientras que opinar es titubear orientado, tomar partido y riesgo pensando en el otro que es en este caso el probable lector.
La dificultad estriba en transmitir significación, autoría de mensaje, credibilidad, huella de lo que subyace a nuestro alrededor y es recibido y trasmitido a otro que lee en la confianza del trabajoso vínculo mágico de compartir.
Todo hoy parece tan fugaz como nunca y el que opina está en la obligación de atajar responsable el acontecer frágil y convertirlo en encuentro auspicioso que se arropa en una transparente voluntad de creer y ser creído empapada de confianza mutua.
Porque las ganas por comprender están pendientes en este encuentro volátil que las ideas auspician, proponen y a veces logran. Cada quien pone su parte y multiplica el vínculo de la fragilidad donde ocurre la ventisca de la realidad. Cada idea que se escribe con la intención de ser comunicada conlleva el peso del compromiso, el ardor de la búsqueda, la obsesión por decir sin esperar respuestas.
El que escribe escucha la duda, la necesidad del lector y la hace propia. Con él se constituye en voz y silencio, en vínculo afectivo donde lo distante y lo próximo se reconcilian en confianza por lo que con la palabra se nombra, se intuye o se requiere como respuesta. Dudas pues, maestras orientadoras.
Mi admiración entonces por la constancia del desvelo mutuo. El afecto por el que espera turno para beber en la fuente del deseo de expresar con la emoción de la palabra lo que aún no se sabe del todo, pero se aspira como sueño. Para no rendirnos. Para que después no se diga no luchamos. Buscar acrisolado persistente.
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