MI ONCE DE ABRIL
ELIAS PINO ITURRIETA
LA GRA ALDEA
Escribía yo entonces en El Universal y envié mi artículo después del golpe de Pedro Carmona, hablando de las posibilidades que se abrían a partir de la caída de Hugo Chávez. Alegría de tísico, porque el editor me llamó con urgencia para decirme que debía cambiar el contenido del escrito en cuestión de un par de horas. ¿Por qué?, pregunté. El comandante retorna triunfal a Miraflores y el viento ha derribado el entusiasmo de sus letras, respondió. También debía tragarme unas declaraciones que había hecho en el programa de televisión que manejaba César Miguel Rondón, con quien compartí, en la auspiciosa madrugada del 13 de abril, el entusiasmo por la terminación del chavismo.
Lo dicho con César Miguel no me preocupó porque había sido cauto en mis apreciaciones, en plan de historiador profesional, y podía atender sin angustia la solicitud de editor, en ese entonces el diligente Miguel Maita, porque nada de lo apuntado se había publicado. Pero, antes de ponerme a escribir la primera vez, había recibido la visita de unos estudiantes que pedían mi opinión sobre la “toma de posesión” que había efectuado Carmona para publicarla en un boletín de la UCAB. Les dije entonces que aquello me había parecido una calamidad y que no podía decir nada que se ajustara a la manifestación de alegría que sugerían sus pascuales caras. Se fueron sin nada, aunque quizá sorprendidos por mi opinión crítica, pues me habían visto en la tevé con ganas de festejar. Tal vez pueda explicar el contraste sobre el cual hablo hoy por primera vez, esbozando lo que por fin escribí para el diario después de recibir el cambio de seña del editor.
Escribí sobre cómo había reunido don Pedro Carmona a una selecta logia de venezolanos en el Salón Ayacucho del Palacio de Miraflores para anunciar el inicio de su mandato, tan escogida y cernida, tan refulgente y destilada, que jamás se había visto nada parecido en materia de alcurnias, saberes, corbatas y pergaminos desde los tiempos del Capitán General. Nada que necesitara lupa, desde luego, pero fue una primera observación sobre el distanciamiento expresado por el acto frente a la multitud que había provocado la expulsión de Chávez que en breve se convirtió en regreso automático. Esa multitud se había esfumado en una recepción que excluyó a “las castas y los colores”, si se me permite una expresión habitual en la jerga de los antiguos mantuanos. Fue lo que se ocurrió para llenar el papel, simplemente porque saltaba a la vista, mientras Rosalba, mi esposa, convertía el hogar en cobijo de media docena de amigas y amigos de nuestros hijos a quienes impidió que salieran durante un par de días mientras se disipaban las dudas sobre lo que pasaba en la calle, cada vez más alarmante por los rumores que llegaban sobre represión y sangre derramada.
Los rumores adquirieron consistencia por una llamada de Marcelino Bisbal, compañero de andanzas universitarias. Me pidió que colaborara para cuidar la vida de Juan Barreto, en una curiosa operación de salvamento en la cual también participaban Mercedes Pulido de Briceño y el Padre Arturo Sosa. Se trataba de sacarlo de un escondite para conducirlo a la Embajada de Inglaterra después de trasladarlo a una casa de los jesuitas, porque el perseguido decía que estaba condenado a muerte por los sobrevenidos carniceros fascistas. Me puse a pensar en la encomienda, por supuesto, la amistad con Juan venía de muchas vicisitudes en la Facultad de Humanidades y en el Consejo Universitario de la UCV, sin imaginar que pronto el perseguido tomaría con sus triunfales huestes las instalaciones del Canal 8. Estando en esas me habló un colega de letras y lecturas, Antonio López Ortega, de parte de Teodoro Petkoff, para convocarme a una reunión urgente en el Hotel President, cerca de la Plaza Venezuela. Había que buscar la manera de enderezar las cargas en el absurdo y peligroso comienzo de Carmona, dijo Antonio que aconsejaba Teodoro. Aunque no sabía que cirio llevaba yo en la procesión, asistí a la cita. De ella recuerdo que terminó en estampida, porque se anunciaba que en los vecindarios de Sabana Grande salía el pueblo en aclamación de Chávez. No tengo testimonios veraces de tal aclamación, pero no olvido que entonces se me ocurrió llamar a don Ramón J. Velásquez para que opinara sobre la situación. Era el único oráculo que tenía a mano. Su respuesta fue terminante: “Váyase para su casa, esto está pegado con saliva”. Pero dos días antes, en un mediodía cálido y oferente, cuando iba entre la multitud por la Autopista del Este, con los miembros de mi familia, no parecía que las cosas estuvieran pegadas con saliva. El ímpetu de la marcha pronosticaba una épica victoriosa.
Mi editor de La Gran Aldea, Alejandro Hernández, me ha sugerido que analice el suceso porque hoy está de aniversario, pero preferí las evocaciones sueltas y las referencias personales deshilvanadas porque quizá todo fuera así para la mayoría de las personas sometidas al azar del día, a un juego que no dependía de la decisión popular sino de la voluntad de unos líderes que, si juzgamos por su comportamiento, solo contaban con un pueblo condenado a detener su epopeya ante la sevicia del régimen que ellos, los manipuladores de la jornada, los que supuestamente nos llevarían a una etapa dorada de la historia, no supieron anticipar. Los análisis realmente útiles deben detenerse en las peripecias individuales que entonces no tuvieron destino, en las briznas humanas arrojadas a una deriva y a un miedo duradero, en las personas convertidas en juguetes de lo que terminó por ser una aventura deplorable que todavía conduce hacia rutas de frustración. Si cada cual se mira en el espejo de su once de abril de 2002, en las lunas individuales y familiares que no reflejan experiencias triviales, sino lo que de veras sufrió y lamentó y lloró cada quien, sobrarán las indagaciones pretenciosas.
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