jueves, 1 de abril de 2021

 LA MORAL DE LA DESESTABILIZACION

   ANGEL OROPEZA


Si quieres la paz, lucha por la justicia. (Pablo VI)


A lo largo de la historia, quienes luchan por la justicia son siempre catalogados por los poderosos de turno como violentos y desestabilizadores. Jesús de Nazareth era un peligro para los intereses de las autoridades judías y romanas, y la acusación que le llevó a la muerte fue justamente la de ser un desestabilizador, cuyo “amaos los unos a los otros” era para los poderosos un mensaje de violencia, pues socavaba las bases de su dominación religiosa y política. Los cristianos que siguieron su ejemplo fueron por siglos estigmatizados como desestabilizadores, ya que su mensaje liberador era un peligro para un dominio fundado en la sumisión.

El gran argumento de los esclavistas era que la lucha de los esclavos por su libertad era evidencia del carácter violento de aquellos seres considerados sub-humanos, y que la liberación de sus cadenas resultaba desestabilizadora para los intereses de grandes fortunas que descansaban sobre la explotación del hombre.

En nuestra Independencia, los patriotas siempre fueron los violentos que no reconocían la legitimidad de la hegemonía española. En Suráfrica, los miembros del Congreso Nacional Africano eran tildados por la oligarquía blanca de desestabilizadores, que se resistían a reconocer como gobierno a quienes realmente eran minoría. Su líder máximo, Nelson Mandela, estuvo 27 años en prisión por desestabilizador del “orden”. En Estados Unidos, el movimiento contra la segregación racial, liderado entre otros por Martin Luther King, fue siempre acusado de ser una facción violenta, que no aceptaba resignadamente su situación de dominación, y que por tanto era un peligroso factor de desestabilización para los intereses de los blancos y pudientes.

Gandhi fue perseguido por el imperio británico, que consideraba su movimiento nacionalista como desestabilizador de sus intereses económicos. El actual Dalai Lama es considerado por nuestros socios chinos como un enemigo violento, que a través de su prédica de superación espiritual pone en riesgo la estructura de explotación sobre la que descansa el imperio de la China comunista.

La historia está llena de ejemplos como los hasta aquí mencionados. Y a pesar de las diferencias, el hecho siempre es el mismo: para los poderosos y explotadores, cualquiera que pregone un cambio es siempre violento y desestabilizador. Porque como bien lo afirma el teólogo José M. Castillo, la lucha por la justicia tiene que soportar la persecución, sencillamente porque los privilegiados por el actual estado de cosas es evidente que no pueden querer otra sociedad. En consecuencia, la búsqueda de la paz y la justicia es algo que no puede realizarse impunemente, porque al mismo tiempo que es una noticia de esperanza para la mayoría, es la amenaza más peligrosa para el presente orden constituido, para el status quo de los poderosos y gobierneros.

El señalar a quienes pregonan el cambio y la justicia como violentos y desestabilizadores, otorga a los opresores la excusa perfecta para actuar entonces con violencia contra ellos. Y en esta práctica de cinismo proyectivo, los gobiernos débiles suelen ser los más radicales y represivos.

La razón de ello estriba justamente en la precaria autoridad que deriva de su debilidad. Como lo describió Montesquieu, la tiranía es la más violenta y menos poderosa de las formas de gobierno, precisamente porque, como lo observa Hannah Arendt, violencia y poder no son iguales. El poder legítimo no necesita de la violencia y la represión para ser temido, pues tiene el auctoritas que solo da la legitimidad que le otorga y reconoce el pueblo. A falta de la autoridad suficiente que proviene de la legitimidad popular, el único recurso es la violencia contra quienes se oponen a su mandato opresor, y de acusar de desestabilizadores a aquellos que han abrazado la causa de la dignidad y la justicia.

Nada nuevo. Los poderosos y las oligarquías actúan siempre con el mismo guion. Pero olvidan que al final el guion también indica cuál suele ser siempre su desenlace.

Estos días de Semana Santa son un tiempo de reflexión y recogimiento, pero también de discernimiento. La realidad que viven las grandes mayorías de nuestro país no es ciertamente lo que Dios quisiera para sus hijos. Esta situación de “pecado social” estructural que vive Venezuela clama a los ojos de un pueblo sufriente y demanda un cambio profundo en las actuales estructuras sociales, políticas y económicas, generadoras de opresión, sumisión y dolor.

Por ello, una reflexión que no movilice, que no conduzca a una acción transformadora, no es más que un ejercicio egoísta de autocontemplación y consuelo. Tratemos de huir de esta cómoda tentación, y aprovechemos estos días para preguntarnos, en presencia de Dios,  qué nos toca hacer a cada uno en esta necesaria e ineludible tarea de liberación y desestabilización de este obsceno e injusto “orden establecido”, generador de tantas riquezas para unos pocos y de tanto dolor para casi todos.

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