jueves, 10 de junio de 2010

Pobres y ricos

Por Fernando Savater

No cabe duda de que la crisis económica aviva el ingenio de los gobernantes, que por lo demás estaba adormecido cuando aún era tiempo de prevenirla. En España, por ejemplo, nuestros prebostes más audaces han decidido “subir los impuestos a los ricos”. En efecto, el hecho de que quienes ganan más aporten también más al fondo común del país no parece una mala idea: incluso yo diría que es un principio básico de solidaridad, sobre el que se basa la hacienda pública. Pero lo malo es que los “ricos”, en la acepción más tenebrosa y gigantesca del término, suelen arreglárselas en nuestro país y en bastantes otros de modo milagroso para no pagar impuestos, de modo que es difícil aumentarles la contribución. Ahí tenemos a ese empresario hotelero de Ibiza, que regentaba sesenta o setenta hoteles (servido por inmigrantes en régimen esclavista) y jamás cedió a la tentación de pagar ni un céntimo al fisco. No es un caso único y los paraísos fiscales exóticos o helvéticos abundan en reiterados ejemplos de esta fauna depredadora y, por lo visto, incontrolable.
Claro que no se trata de magnates sino de mangantes, que no es lo mismo. Hay personas que han hecho fortuna con su trabajo o su iniciativa pero saben que toda riqueza es a fin de cuentas social y que por tanto tienen una responsabilidad con la sociedad. No es justo confundirlos demagógicamente con esos otros “ricos” depredadores e insolidarios. Me temo que algo así es precisamente lo que está ocurriendo hoy en Venezuela. El presidente Hugo Chávez ha decidido que las Casas de Bolsa son las culpables del desastre económico de su país, sin duda para ocultar su propia responsabilidad e incompetencia. De modo que ha encarcelado sin mayores miramientos legales a Herman Sifontes y otros tres directivos de Econoinvest, la entidad que patrocina la Fundación para la Cultura Urbana, un proyecto cultural y democrático de primer orden en la maltrecha Venezuela actual. Entre otros muchos intelectuales, músicos y artistas de diversos países y tendencias ideológicas, yo he sido invitado de esa Fundación y puedo atestiguar su interés por el desarrollo social y cultural de la comunidad. La persecución que hoy sufren no penaliza la riqueza insolidaria sino el esfuerzo por utilizar los beneficios obtenidos de modo provechoso para el desarrollo del país. No castiga a quienes empobrecen el país, sino a quienes culturalmente lo enriquecen. Y de paso encubre a los auténticos creadores de miseria.
Se cuenta que, en la época de la llamada “revolución de los claveles” portuguesa, uno de sus más radicales y menos ilustrados representantes –Otelo Saraiva de Carvalo- acudió a Suecia para pedir apoyo político. El entonces presidente del país escandinavo, el socialdemócrata Olor Palme (más tarde asesinado) le preguntó por su programa de reformas. “Queremos acabar con los ricos”, le dijo muy ufano el militar extremista. Y Palme le respondió: “es curioso, porque lo que nosotros pretendemos aquí es acabar con los pobres”. Es un matiz importante, que separa la vacua demagogia del verdadero progresismo. Y una lección hoy muy oportuna, tanto para Venezuela como para España.

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