La metástasis del ego
Dice lo que dice porque de veras siente que es el dueño del destino de los venezolanos
ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 22 de julio de 2012
Los analistas que han contrastado las palabras de los candidatos aciertan cuando distinguen el enfrentamiento de dos tipos predominantes de mensajes: uno moderno y de estirpe netamente republicana, asumido por Capriles; y otro de cuño personalista que remite a etapas de la sociedad que parecían superadas, encarnado por el presidente Chávez. Se trata de una interpretación impecable, si nos atenemos a las muestras más representativas de las propuestas que procuran el favor de los electores, pero quizá convenga detenerse, como se intentará ahora, en la delirante orientación que ha tomado el discurso del nominado del continuismo. Es un empeño de imposición de los intereses de un individuo o, peor todavía, de lo que pretende representar tal individuo en la sociedad. Es una orientación de la cual no se ha tenido memoria en Venezuela y de la que no se pueden esperar resultados positivos para quien la desembucha, si no cuenta, como tal vez presuma el desembuchador, con suficiente clientela para multiplicar las ganancias.
Es un discurso capaz de provocar bochorno, de producir vergüenza, si consideramos cómo el electorado tiene una historia que lo remite a épocas mejores en la búsqueda de una civilización de tipo liberal, una historia que remonta hacia la primera década del siglo XIX; o, para tocar solamente períodos cercanos, a un recuerdo de conductas democráticas llevadas a cabo por nuestros antepasados y aun por nosotros mismos, gracias a las cuales se fueron diluyendo poco a poco las versiones debido a las cuales se encumbraba la figura de un hombre poderoso sobre el resto de la sociedad. Esa desdichada pretensión fue desapareciendo poco a poco, hasta el punto de hacernos creer que estaba enterrada por la sensibilidad democrática que se fue sembrando desde el derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez, pero es evidente que se trata de una pretensión sin fundamento. De lo contrario, no estaríamos escuchando las sentencias escandalosas de quien se ofrece como exclusivo y excluyente regenerador del pueblo. Pero, aparte de lo señalado, no se trata únicamente de la divulgación de un mensaje cuya esencia consiste en la elevación de un portentoso sujeto sobre el resto de la ciudadanía, sino también de la profundización de una prédica que apenas puede caber en los anales de la insania sazonada con la estupidez, de algo jamás visto desde la fundación de la República, de algo capaz de llenarnos de rubor, si de veras hemos hecho hasta ahora los venezolanos un camino de cuya fábrica podamos ufanarnos.
Unas muestras de los discursos del presidente candidato no me dejarán mentir. "El que no es chavista no es venezolano", dijo hace poco. Se trató de un deslinde tan estrafalario como deleznable que él mismo trató de desmentir en una intervención posterior, no en balde lo convertía en el fiel de la balanza a la hora de determinar la posición de los ciudadanos en el ámbito público. Alguien quizá lo indujera a rectificar porque aquello bordeaba los límites de una prepotencia gigantesca. ¿Fue una rectificación sincera, al descubrir la inconveniencia de presentarse como el distribuidor de las virtudes y los vicios de los venezolanos? Muy difícil, si partimos de la enormidad de la afirmación, pero especialmente si buscamos otras sentencias anteriores y posteriores a través de las cuales insiste en ejercer el rol de árbitro supremo de la colectividad. "Los que quieran patria, síganme", ha repetido hasta el cansancio, en el machacar de una sinonimia entre su persona y las personas de sus seguidores con una causa grande de la cual quedan excluidos los tontos o los canallas que no persigan el supremo ideal al cual se aferra una sola persona llamada Hugo Chávez junto con sus acólitos. "El pueblo despertó para no dormir jamás. Por eso, ¡Uh, ah, Chávez no se va!", escuchamos después en otra aglomeración del PSUV. Aquí no se advertiría ningún exceso, si se estuviera dirigiendo a los oyentes uno de los animadores del cotarro que en ocasiones lo acompañan en la tarima, pero fue el mismo candidato quien anunció el fin de la modorra de la multitud y, a la vez, gritó la consigna sobre su permanencia en el poder. Un candidato convertido en cheerleader o porrista de él mismo es algo que jamás se había contemplado, pero que funciona dentro de la lógica de un desenfrenado tribuno quien se ha atrevido a confesar lo que de veras le interesa como figura de la política: "aquí lo que importa es Chávez", gritó a quien lo quisiera oír.
Un discurso de esta naturaleza conduce a pensar en su inconveniencia en una sociedad que ha caminado lo suficiente como para distinguir la paja del grano, esto es, para echar a la basura una pretensión sin nexos con las necesidades de una colectividad que debe tener ideas claras sobre el salvavidas que necesita. También obliga a reflexionar sobre la extralimitación a la que puede llegar un sujeto pagado de sí mismo, quien dice lo que dice porque de veras siente que es el dueño del destino de los venezolanos. O igualmente a considerar que serán muchos los complacidos con el afianzamiento de un redentor, los parásitos que están pendientes del único suministrador de su vitamina. José Vicente Rangel, por ejemplo, dijo en días pasados: "Chávez no es un hombre. Chávez es el pueblo, es la patria. Es la encarnación de las mejores virtudes de este país". No sé si lo creyó, pero lo dijo sin siquiera parpadear.
eliaspinoitu@hotmail.com
Es un discurso capaz de provocar bochorno, de producir vergüenza, si consideramos cómo el electorado tiene una historia que lo remite a épocas mejores en la búsqueda de una civilización de tipo liberal, una historia que remonta hacia la primera década del siglo XIX; o, para tocar solamente períodos cercanos, a un recuerdo de conductas democráticas llevadas a cabo por nuestros antepasados y aun por nosotros mismos, gracias a las cuales se fueron diluyendo poco a poco las versiones debido a las cuales se encumbraba la figura de un hombre poderoso sobre el resto de la sociedad. Esa desdichada pretensión fue desapareciendo poco a poco, hasta el punto de hacernos creer que estaba enterrada por la sensibilidad democrática que se fue sembrando desde el derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez, pero es evidente que se trata de una pretensión sin fundamento. De lo contrario, no estaríamos escuchando las sentencias escandalosas de quien se ofrece como exclusivo y excluyente regenerador del pueblo. Pero, aparte de lo señalado, no se trata únicamente de la divulgación de un mensaje cuya esencia consiste en la elevación de un portentoso sujeto sobre el resto de la ciudadanía, sino también de la profundización de una prédica que apenas puede caber en los anales de la insania sazonada con la estupidez, de algo jamás visto desde la fundación de la República, de algo capaz de llenarnos de rubor, si de veras hemos hecho hasta ahora los venezolanos un camino de cuya fábrica podamos ufanarnos.
Unas muestras de los discursos del presidente candidato no me dejarán mentir. "El que no es chavista no es venezolano", dijo hace poco. Se trató de un deslinde tan estrafalario como deleznable que él mismo trató de desmentir en una intervención posterior, no en balde lo convertía en el fiel de la balanza a la hora de determinar la posición de los ciudadanos en el ámbito público. Alguien quizá lo indujera a rectificar porque aquello bordeaba los límites de una prepotencia gigantesca. ¿Fue una rectificación sincera, al descubrir la inconveniencia de presentarse como el distribuidor de las virtudes y los vicios de los venezolanos? Muy difícil, si partimos de la enormidad de la afirmación, pero especialmente si buscamos otras sentencias anteriores y posteriores a través de las cuales insiste en ejercer el rol de árbitro supremo de la colectividad. "Los que quieran patria, síganme", ha repetido hasta el cansancio, en el machacar de una sinonimia entre su persona y las personas de sus seguidores con una causa grande de la cual quedan excluidos los tontos o los canallas que no persigan el supremo ideal al cual se aferra una sola persona llamada Hugo Chávez junto con sus acólitos. "El pueblo despertó para no dormir jamás. Por eso, ¡Uh, ah, Chávez no se va!", escuchamos después en otra aglomeración del PSUV. Aquí no se advertiría ningún exceso, si se estuviera dirigiendo a los oyentes uno de los animadores del cotarro que en ocasiones lo acompañan en la tarima, pero fue el mismo candidato quien anunció el fin de la modorra de la multitud y, a la vez, gritó la consigna sobre su permanencia en el poder. Un candidato convertido en cheerleader o porrista de él mismo es algo que jamás se había contemplado, pero que funciona dentro de la lógica de un desenfrenado tribuno quien se ha atrevido a confesar lo que de veras le interesa como figura de la política: "aquí lo que importa es Chávez", gritó a quien lo quisiera oír.
Un discurso de esta naturaleza conduce a pensar en su inconveniencia en una sociedad que ha caminado lo suficiente como para distinguir la paja del grano, esto es, para echar a la basura una pretensión sin nexos con las necesidades de una colectividad que debe tener ideas claras sobre el salvavidas que necesita. También obliga a reflexionar sobre la extralimitación a la que puede llegar un sujeto pagado de sí mismo, quien dice lo que dice porque de veras siente que es el dueño del destino de los venezolanos. O igualmente a considerar que serán muchos los complacidos con el afianzamiento de un redentor, los parásitos que están pendientes del único suministrador de su vitamina. José Vicente Rangel, por ejemplo, dijo en días pasados: "Chávez no es un hombre. Chávez es el pueblo, es la patria. Es la encarnación de las mejores virtudes de este país". No sé si lo creyó, pero lo dijo sin siquiera parpadear.
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