LEY DE TRANSICIÓN
Colette Capriles
Ha mencionado el candidato de la unidad democrática el trabajo que se adelanta en vistas a una Ley de transición que según entiendo estaría destinada a impedir que la “administración” (es un decir) saliente pueda comprometer recursos financieros de forma arbitraria durante ese interregno que va desde las elecciones hasta la toma de posesión del nuevo presidente. Periodo excesivamente largo y para cuya gestión no hay en verdad previsión alguna, por lo inédito del proceso. Perdón: sí la hay en el sentido constitucional, porque evidentemente la constitución supone que la instalación de un nuevo gobierno no debería provocar mayor alteración de la gobernabilidad ya que en ella se pauta, en efecto, un régimen irrevocablemente alternativo, según su artículo 6. No conozco los detalles del proyecto, pero lo importante es su intención política: poner en la conciencia pública no sólo que el cambio viene sino que hay voluntad política para hacerlo respetar.
Se apunta con ello a diluir la ruda estrategia del régimen, tejida de amenazas abiertas y veladas acerca del caos que seguiría a su derrota en las elecciones. Sin desestimarlas, sin trivializar o disminuir el impacto de la táctica “ejemplarizante”, propia de las dictaduras del siglo XXI (que ya no recurren a la represión abierta y generalizada, sino a esbirros togados que seleccionan cuidadosamente casos emblemáticos como el de Globovisión, los procesos judiciales de presos políticos, y el acoso a personas que incomodan con su rectitud), conviene también ponerlas en la justa perspectiva: hay que darle respuestas políticas que hagan visible la voluntad de enfrentar cualquier clase de violencia “transicional”, y esto mismo contribuye a disminuir la probabilidad de que ocurra, porque aumenta el costo político de provocarla.
También se está poniendo de bulto que no es un simple cambio de gobierno el que se avecina, porque hay un compromiso con la restitución de la democracia y de la vigencia de las garantías constitucionales, obvia y deliberadamente violadas durante los últimos años. Sin embargo es difícil calificar como “transición” regimental lo que probablemente acontecerá. La experiencia reciente en el mundo no es tan clara como para generar un criterio definitivo. Una serie de países, hace veinte años, transitó en efecto desde regímenes autocráticos, tanto comunistas como anticomunistas, hacia democracias liberales. Quedaron experiencias diversas: las de Europa oriental, las latinoamericanas, la sudafricana. Cada nación buscó la manera de castigar los delitos de los regímenes salientes, dentro del difícil contexto de asegurar la gobernabilidad de los nuevos y considerando, al mismo tiempo, a las víctimas. Hay abundancia de reflexión sobre esta justicia transicional (es de rigor el libro de Jon Elster, Rendición de cuentas. Justicia transicional en perspectiva histórica, Buenos Aires, Katz, 2006).
Pero también, en los últimos años, ha ocurrido el fenómeno contrario: se han producido regresiones democráticas, en esa forma ominosa que algunos llaman democracias “iliberales”, formas plebiscitarias o populismos autocráticos, de las que Venezuela no es el único ejemplo, desde luego. Ya lo difuso de la taxonomía indica lo intrincado de la cuestión, que aparece, claramente, asociada a un desgaste, digamos universal, del rendimiento de la democracia en comparación con la promesa que contiene.
¿La restitución de la democracia y de la constitución implica un nuevo régimen, considerando que formalmente ellas siguen vigentes, aunque impotentizadas y violadas por un entramado de decretos, leyes, instituciones paralelas y arbitrariedades? No es un asunto académico que se resuelve en el papel. Quizás es más bien la oportunidad para marcar la diferencia y afirmar los valores democráticos como intangibles que no se relativizan ni se funden al calor de un alza de precios petroleros o del delirio carismático.
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