Humberto García Larralde
El provecho del fruto económico es determinado, simplemente, por relaciones de fuerza cristalizadas en una jerarquía de mando que conforma un poder político autocrático. La participación de los integrantes de la sociedad en el disfrute de la riqueza social en un régimen de expoliación no está sujeta a normas, sino a transacciones de naturaleza política mediante las cuales se trueca obsecuencia y lealtad a quienes detentan el poder, por el derecho a apoderarse de una porción de esa riqueza.
El mercado como mecanismo autónomo para la asignación de recursos y para determinar la remuneración de los agentes productivos, con su sistema de precios que empalma las presiones de demanda con las posibilidades de oferta, es sofocado con toda suerte de controles y regulaciones, dando paso a incentivos por ponerle la mano al “billete” a través de favoritismos políticos y toda suerte de entresijos irregulares aprovechados por los poderosos. No obstante la prédica “socialista”, tampoco el reparto de la riqueza social obedece a indicadores formulados en un plan nacional, contentivo de metas y prioridades, sino a lo que permite, en cualquier momento, las relaciones de fuerza imperantes.
Quizás el régimen de expoliación más conocido hoy en día es el representado por los hermanos Castro. Los izquierdistas de antaño recordaremos aquel libro escrito por un experto agrícola, asesor de la Revolución Cubana en sus comienzos y miembro del Partido Comunista Francés, René Dumont, quien se preguntaba en el título, ¿Es Cuba Socialista? La consternación del frustrado camarada galo ante la manera como el Comandante disponía de los escasos recursos de la isla a diestra y siniestra, en desapego a todo criterio de planificación, desestimando recomendaciones de expertos y sin medir las consecuencias sobre actividades directa o indirectamente relacionadas –lo que los economistas llamamos “costo de oportunidad”-, lo llevó a concluir que lo que se construía ahí no era socialismo. La imposición de la voluntad omnímoda de Fidel se concretó en un régimen personalista en el que la riqueza social pasó progresivamente a ser controlados desde la cúpula del poder, legitimado ideológicamente como avance en la construcción “socialista”. La expropiación de la economía privada no se concretó en su “apropiación social” a través del Estado, sino en su usufructo cada vez más excluyente por parte de una minoría que se arrogó ser depositaria de los intereses históricos del pueblo cubano. Es decir, pasó paulatinamente a ser explotada en forma privativa, ¡pero en nombre de los supremos intereses del colectivo social! Después de más de 50 años de estar consolidando un poder absoluto, sin contrapesos de ninguna especie y sin tener que rendirle cuentas a nadie, ¿Quién dudaría que los recursos de la isla son manejados por los patriarcas Castro como si fueran de su propio peculio? Sin tener abultadas cuentas a su nombre, la capacidad de disponer de cualquier bien, servicio o prebenda –incluyendo las numerosas viviendas que le son asignadas por razones de “seguridad de Estado”- ubica a Fidel como uno de los hombres más acomodados de América Latina. Su derecho a usufructuar esa riqueza a discreción emana de las relaciones de poder que fue cimentando gradualmente a través del control del ejército y del G2, poder que decide incluso la vida o muerte de sus más cercanos colaboradores, como se recordará con el caso notorio de Arnaldo Ochoa y Tony La Guardia. ¿Qué puede esperar el cubano de a pie?
La construcción de un régimen de expoliación requiere de la destrucción de las instituciones. Éstas constituyen las “reglas de juego” con que se dotan las sociedades para conducirse, fruto de las luchas y componendas entre los distintos sectores que se disputan el poder a través del tiempo. En una democracia auténtica, las luchas políticas y sociales plasmaron una institucionalidad que garantiza el usufructo de los derechos civiles, individuales, económicos y políticos, a través de la división y equilibrio de poderes, la transparencia para el escrutinio ciudadano y la subordinación del poder militar a autoridades civiles, resultadas del sufragio. Un Estado de Derecho así estructurado impide el funcionamiento de un régimen de expoliación, por lo que debe ser abatido. Para ello sirve la prédica “socialista”, para demoler las reglas de juego propios de la “democracia burguesa”, no para suplantarlas con una ordenación racional recogida en metas y prioridades de un plan nacional, sino para darle rienda suelta al usufructo libre y discrecional de la riqueza desde el poder. El tinglado de leyes que en Venezuela esbozan la economía y el estado comunal como objetivo, así como la violación de los derechos de propiedad, procesales y las detenciones arbitrarias por órdenes de Chávez, cumplen con este propósito de demolición institucional. Se busca hacer realidad la tesis de Norberto Ceresole de eliminar toda intermediación a la vinculación directa entre caudillo y pueblo, procurando reducir las potestades de alcaldías y gobernaciones –instancias de poder electas- y remplazar las organizaciones sociales autónomas, por organizaciones que representan al Estado ante los asociados, es decir, el propio Estado Corporativo fascista.
Comoquiera que la economía comunal, estrechamente controlada y normada desde el poder, no es viable económicamente, la concentración de la renta petrolera en manos del Ejecutivo, así como la expropiación de empresas productivas, se hace imprescindible. Para ello el presupuesto es calculado con base en un precio del barril de petróleo muy inferior a su precio real, reservándose el excedente para usufructo discrecional de Chávez. Junto a otros elementos, como el traspaso de reservas “excedentarias” al Fonden, la constitución de fondos con las utilidades de CANTV y otras empresas, ha hecho posible una formidable base financiera para la prosecución de sus objetivos de política, de magnitudes nunca vistas desde los años ‘70, saltándose los controles del gasto y la rendición de cuentas sobre su destino. Además, ha servido para la instrumentación de diversos mecanismos para la transferencia de recursos a sectores de bajos ingresos –las llamadas misiones-, bajo la presunción de que constituyen su base política de apoyo por excelencia. Pero, como se ha señalado tantas veces, estas “soluciones para los pobres” terminan siendo pobres soluciones, conformando un odioso apartheid que niega calidad de vida a los desposeídos. Este “socialismo” de reparto, no de desarrollo de las fuerzas productivas –como pregonaba Marx-, constituye un peaje populista consustancial al sostenimiento del régimen de expoliación.
Como último ingrediente está el culto a la personalidad. La mitificación de la historia para evocar epopeyas pasadas contra la opresión, en particular, el culto a Bolívar, pone en escena una épica ficticia en la cual el líder máximo adquiere –también- estatura heroica. El amado caudillo se erige como único ser capaz de librar al Pueblo de las acechanzas del enemigo apátrida representado por los que no comulgan con las verdades de su “revolución”. Él determina lo que es y debe ser la venezolanidad, y los intereses supremos que debemos perseguir: “quien no es chavista no es venezolano”. La prédica maniquea del nosotros –los buenos- contra los otros –los malos- genera una tensión que llama a cerrar filas en torno al líder salvador, so pena de tornar irrealizable la utopía profesada. Él es la garantía única de que tal conquista pudiese alcanzarse algún día: solo es menester tener fe. Se cultiva así una afiliación afectiva, de naturaleza mesiánica, inmune a todo cuestionamiento racional. La confusión deliberada entre Caudillo, pueblo y Estado –“Chávez hoy no soy yo, Chávez se hizo pueblo y un pueblo se hizo Chávez"-, allana el camino para el usufructo sin control del régimen de expoliación. Lo que hace el comandante-presidente, así sea regalarle petróleo a sus “amigos” o utilizar bienes, instalaciones y dineros públicos para promover su relección, es para “bien” del país. Chávez es su propio programa de Gobierno, alfa y omega de la “revolución” y, por ende, dueño de Venezuela. Y así, promoviendo la filiación fanática e incondicional a su persona, encubre ante los suyos la descomunal impostura de su Revolución Bolivariana para legitimar cualquier trastada contra el país, con tal de seguir depredando su riqueza social.
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