domingo, 8 de julio de 2012


REACTIVAR LA DEMOCRACIA



Fernando Savater
El País

Es evidente que la crisis económica y sus consecuencias demoledoras en el Estado de bienestar europeo, la indignación contra los mercados financieros asilvestrados, el levantamiento popular contra las satrapías del norte de África, las alteraciones climáticas que las cumbres internacionales no logran evitar, etcétera… han conmocionado las bases rutinarias de las democracia establecidas. Cada vez resulta más claro para más gente que el sistema no puede funcionar poniendo el piloto automático o dejando que los profesionales de la política sigan cooptando entre ellos apaños cada vez más ineficaces. Más allá de demostraciones de descontento comprensibles, pero que a veces favorecen el regreso de opciones totalitarias (tanto la extrema derecha como la extrema izquierda están permanentemente indignadas contra la democracia y se aprovechan de la confusión) parece urgente no quizá refundar sino al menos reactivar la democracia. Pero ¿cómo?
Abundan las propuestas de diferente signo, que a veces —siguiendo la moda del celebérrimo panfleto de Hessel— adoptan en su título el modo imperativo. No será la primera vez que la rebelión comience obedeciendo la orden de rebelarse… Paolo Flores d’Arcais es uno de los intelectuales italianos que más han luchado por la recuperación de una conciencia cívica en su país, secuestrada a medias entre Berlusconi y el papado. Director de la revista Micromega, de referencia para todos los demócratas europeos con espíritu libertario, y seguidor ilustrado de Hannah Arendt, acaba de publicar un breve libro —Democrazia! (editorial Add, Turín)— afortunadamente más y mejor argumentado que el ¡Indignaos! de Hessel, aunque responde a una urgencia semejante.
En su apretado prontuario, Flores d’Arcais repasa los fundamentos de la democracia moderna, pero también los obstáculos actuales que la bloquean o pervierten. Para él, la ciudadanía no es un derecho adquirido en el que reposar sino una permanente exigencia de militancia... lo cual contraviene nuestros tiempos abúlicos, en los que muchos despotrican pero pocos están dispuestos a sacrificar algo de su comodidad en informarse a fondo y reunirse con otros para reivindicar los cambios necesarios. Sin embargo, piensa Flores d’Arcais, sólo hay democracia donde se lucha por la democracia. Un combate que pasa por enfrentarse a toda ilegalidad, privada o institucional, por exigir respeto a la verdad de los hechos y laicismo que separe la esfera pública de cualquier dogma religioso, defender la lógica racional y la ilustración en todos los planos, suprimir la influencia corruptora del dinero en el horizonte político y propiciar la redistribución constante de la riqueza a través de un Estado que no renuncie a procurar el bienestar de la mayoría, así como una fiscalidad vigilante y progresivamente progresiva, etcétera... En cuanto al plano moral de la democracia, el resumen de su ética es la coherencia entre lo que conocemos, lo que deseamos y la forma en que nos comportamos socialmente. ¿Un repertorio de sueños e ilusiones? Quizá lo ilusorio sea imaginar que seguiremos en democracia si renunciamos a ellos.
Ese reactivamiento democrático tendrá que ser no sólo local, sino mundial. Es lo que pide el Manifiesto por una democracia global, dirigido a todos aquellos que quieran ser ciudadanos del mundo y no meramente sus habitantes. Ante la globalización de las finanzas, las cadenas productivas y los medios de comunicación, así como el poder planetario de las tecnologías destructivas, es imprescindible la globalización de las instituciones democráticas de regulación y control. Esta demanda, que encierra una voz de alarma, la han firmado intelectuales de todo el mundo como Zygmunt Bauman, Ulrich Beck, Richard Sennett, Noam Chomsky, Susan George, Giacomo Marramao, Mary Kaldor, Juan José Sebreli, Abdullahi Ahmed An-Na’im, Vandana Shiva, Roberto Saviano, etcétera... y va a ser presentada en capitales de todos los continentes a lo largo de este año y del próximo. Como tantas otras iniciativas, ésta puede quedarse en un brindis declamatorio: depende de todos nosotros. Porque nada se hará si creemos que nada puede hacerse.

LA DISTRIBUCIÓN DEL PODER
LLUIS BASSETS
La sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos que ha dado luz verde a la reforma sanitaria de Obama es bastante más que una victoria política para el presidente y para el Partido Demócrata y una victoria social para los 30 millones de ciudadanos que no gozaban de cobertura sanitaria. No hay prácticamente ninguna decisión significativa de la más alta corte americana en la que no entre en juego la pelea por la distribución vertical de poderes entre los Estados federados y el Gobierno federal, con el presidente a la cabeza, y su distribución horizontal entre los tres poderes constitutivos de la democracia, el judicial, el legislativo y el ejecutivo.
Entre los demandantes se hallan 26 Estados de la Unión, gobernados por políticos republicanos, que se rebelaron contra lo que consideraron una restricción de su poder legislativo y una imposición abusiva que limitaba los derechos individuales, al obligar a suscribir a todos los ciudadanos un seguro de enfermedad. Detrás de esta oposición a una reforma sanitaria tachada de socialista y europea por quienes la denigran hay una filosofía política que reivindica un Estado federal mínimo, que deja al albur de los Estados federados las políticas sociales y asistenciales.
Pero los jueces que han dictado sentencia también han discutido sobre los márgenes de acción de la rama judicial ante las decisiones del ejecutivo y las leyes aprobadas en el Congreso. El presidente de la corte, el juez conservador John Roberts, nombrado por George W. Bush, ha sido quien ha decantado la mayoría, en una decisión que marca un momento trascendental en su trayectoria judicial y deja una formidable huella jurisprudencial respecto a los márgenes de acción del Gobierno. En esencia, Roberts ha querido reivindicar el carácter político de la reforma sanitaria, aprobada por los órganos surgidos de la soberanía popular, y la mera función de control de legalidad de los jueces, sin posibilidad de corregirla como pretendían los recurrentes conservadores.
Aunque no es fácil prever las repercusiones de la sentencia en la campaña electoral en curso, y si electrizará a la oposición republicana o, por el contrario, movilizará al campo demócrata, es evidente que levanta el último y mayor obstáculo para la aplicación de una reforma que ocupa un lugar central en el programa presidencial de Obama.
La clave para esta decisión es el mandato vitalicio de los jueces del Supremo, que les permite desatender cualquier consideración que no sea estrictamente su criterio jurídico personal y lo que dicta su conciencia, como ha hecho Roberts de forma inesperada. La decisión fortalece la arquitectura institucional estadounidense y especialmente a la corte suprema, después de una época marcada por la politización de sus sentencias, la polarización política entre demócratas y republicanos y su deslizamiento hacia posiciones ultraconservadoras. 
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