BERNARD-HENRI LEVY
Si Europa no se transforma en una entidad política, el euro desaparecerá. Esta desaparición puede cobrar muchas formas y dar diferentes rodeos. Puede ser una explosión, una implosión, una muerte lenta, una disolución, una división. Puede llevar dos, tres, cinco o 10 años, y venir precedida de numerosas remisiones que, cada vez, nos harán pensar que lo peor ha quedado atrás. El acontecimiento desencadenante podrá ser el derrumbamiento de una Grecia acogotada por unos planes de austeridad imposibles de cumplir e insoportables para el pueblo o un golpe de efecto como el del tribunal de Karlsruhe, que rechaza el riesgo ilimitado al que se vería expuesta Alemania en caso de impago por parte de un Estado miembro.
Pero desaparecerá. Si algo no cambia, desaparecerá antes o después. Ya no es una hipótesis, un vago temor, un capote rojo agitado ante los europeístas recalcitrantes. Es una certeza. Y esta certeza no se deduce solo de la lógica (del absurdo de esa quimera que sería, si todo siguiera como hasta ahora, una moneda única abstracta, como fluctuante, ya que no se apoya en economías, recursos ni fiscalidades comunes), sino de la historia (todas las situaciones de los dos últimos siglos que recuerdan a la crisis que estamos viviendo).
Pues el euro no es el primer experimento de moneda única que lleva a cabo Occidente. Ha habido al menos otros seis, y su crónica es rica en enseñanzas, por mucho que, como siempre, las situaciones no sean comparables. Dos de ellos fracasaron notoriamente, y fracasaron por culpa de los egoísmos nacionales combinados con las desigualdades de desarrollo entre unos países que, sin unirse, no podían hablar el mismo lenguaje monetario (en el primer caso, el episodio clave fue de hecho el impago de... ¡Grecia!). Me refiero a dos aventuras hoy olvidadas: la Unión Monetaria Latina (1865-1927) y la Unión Monetaria Escandinava (1873-1914). Otros dos triunfaron bastante rápida y claramente —y si lo hicieron fue, en ambos casos, porque el proceso de unificación monetaria vino acompañado por una unificación política. Me refiero, por una parte, al nacimiento del franco suizo, que, en 1848, fecha de la promulgación de la Constitución que dio origen a la Confederación Helvética, y tras medio siglo de palos de ciego ocasionados por la negativa a pagar el precio político de la unión económica, reemplazó a las diferentes monedas acuñadas hasta entonces por las ciudades, cantones y territorios. El otro fue la victoria de la lira, que, en el momento de la Unificación italiana, se impuso a una miríada de monedas indexadas unas veces a las de los Estados alemanes, otras al franco, otras a unas antiguas tradiciones ducales o republicanas (y aun así, ¡qué alto precio por este triunfo! En particular, en el sur, ¡cuántos dramas, cuántas antiguas estructuras pulverizadas, microsociedades disgregadas, pueblos enteros abocados a la emigración hacia el norte, cuando no hacia Francia o hacia América!).
El teorema es inexorable. Sin federación, no hay moneda única. Sin unidad política, la moneda sobrevive algunas décadas y, luego, una guerra o una crisis se la lleva por delante. En otras palabras, sin el progreso de esa integración política cuya obligatoriedad recogen todos los tratados europeos pero que ningún responsable, ni en Francia ni en Alemania, parece querer tomarse en serio; sin una cesión de competencias por parte de los Estados nacionales y, por tanto, sin una clara derrota de esos “soberanistas” que, en realidad, empujan a los pueblos al retroceso y a la debacle, el euro se desintegrará como se habría desintegrado el dólar si los sudistas hubieran ganado la Guerra de Secesión.Los dos últimos experimentos, marcados por la incertidumbre y los reculones, estuvieron a punto de fracasar, pero terminaron triunfando; después de mil crisis, retrocesos y derogaciones temporales, los dos dieron lugar a una moneda verdaderamente única, gracias a unos dirigentes valientes que comprendieron que una moneda solo existe si está respaldada por un presupuesto, una fiscalidad, un régimen de asignación de recursos, un derecho laboral, unas reglas del juego social, en resumen, unas políticas realmente mutualizadas. Es la historia del nuevo marco, que, casi 40 años después del Zollverein, se materializaba contra los florines, los táleros, los kronentállers y otros marcos de las ciudades hanseáticas. Y es también la historia del dólar, que, aunque tendemos a olvidarlo, tardó 120 años en imponerse y, de hecho, solo lo hizo cuando se consintió en federalizar la deuda de los Estados miembros de la Unión.
Antaño, se decía: socialismo o barbarie. Hoy, hay que decir: unión política o barbarie. Mejor aún: federalismo o fragmentación y, después de la fragmentación, regresión social, precariedad, aumento del paro, miseria. Mejor aún: o Europa da un paso más, o avanza hacia esa integración política sin la cual ninguna moneda común ha conseguido durar nunca, o se hace a un lado de la historia y se hunde en el caos.
Ya no tenemos elección: la unión política o la muerte.
Todo lo demás —ensalmos de los unos, pequeñas componendas de los otros, fondos de solidaridad por aquí, bancos de estabilización por allá— no hace sino retrasar lo inevitable y alimentar en el moribundo la ilusión de un aplazamiento de la condena.
Bernard-Henri Lévy es filósofo.
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