Aníbal Romero
El renovado vigor del independentismo catalán coloca a España y Europa ante serios dilemas. Es posible que esta misma semana el Parlamento catalán se pronuncie a favor de un Estado propio; por su parte, el líder del Partido Socialista español ha declarado que favorece un cambio constitucional y un Estado federal, en tanto que un destacado dirigente empresarial denuncia ese rumbo como una “barbaridad” para el progreso del país.
La crisis del proyecto europeo suscita agudas paradojas. Se pretendía que la Unión Europea iba a significar una reducción de los ímpetus del nacionalismo, y que el proceso avanzaría hacia una especie de supraestado gobernado desde un centro ubicado en las instituciones comunitarias de Bruselas y Luxemburgo, orientando a las partes en armonía.
La utopía europea pareció marchar bien mientras perduraron tiempos de prosperidad, pero el caos financiero, que se traduce en inmensas deudas de los Estados y en la asfixia de unos bancos privados y públicos también insolventes, está generando todo lo contrario de lo que el sueño vislumbraba. En lugar de propiciar la unidad, el ambicioso empeño de unas élites que siempre han desdeñado la legitimación democrática de su proyecto de poder y han avanzado sin consultar adecuadamente a sus electorados se transforma en pesadilla. Para las élites europeas la solicitud catalana a favor de sus derechos democráticos es un pecado contra el “proyecto”.
Las fuerzas centrífugas del nacionalismo, inevitables en sociedades históricas con tradiciones y valores hondamente arraigados en la conciencia colectiva, renacen con fuerza frente a los retos de la decadencia. En el caso español, a los dilemas políticos y económicos que plantea un separatismo regional que ahora, como ocurre en Cataluña, se muestra energizado por un apoyo masivo, se añade el peso de las enseñanzas que en principio debería arrojar la historia no tan lejana.
Resultaría suicida olvidar el impacto que tuvo la voluntad soberana de regiones como Cataluña y el País Vasco durante el tumultuoso y trágico período que condujo al establecimiento de la República y la Guerra Civil. Ya algunos oficiales del Ejército español han comenzado a alertar en tal sentido, pidiendo prudencia a los catalanes.
Los fantasmas del pasado se mezclan con las apremiantes realidades del presente para plantear a España y Europa desafíos ineludibles. No obstante, las élites del viejo continente se rehúsan a admitir la verdad y sólo procuran ganar tiempo, a la espera de algún milagro que permita la supervivencia de la utopía. Casi nadie, dentro y fuera de España, Italia, Portugal o Grecia, se atreve a reconocer lo obvio: el euro fue una idea mal concebida y peor implementada, y dentro de la estructura de una moneda única, países como los mencionados no tienen posibilidad de ser competitivos y recuperar su productividad. Les queda solamente caminar de crisis en crisis apostándole a una generosidad alemana que en cualquier momento se agota.
Topamos quizá con la más peligrosa paradoja de todas: la Unión Europea fue en buena medida creada para controlar a la poderosa Alemania dentro de un esquema supranacional. Sin embargo, la bancarrota financiera originada por Estados de bienestar impagables lleva a Europa a colocar sobre los hombros de los contribuyentes germanos el peso de la crisis. Estos últimos empiezan a entender que Alemania entró al euro engañada por sus líderes, que prometieron que jamás lo que ahora pasa en efecto ocurriría. El nacionalismo alza la cabeza en Alemania con imprevisibles consecuencias.
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