sábado, 22 de septiembre de 2012

LATINOAMÉRICA BUSCA UN SITIO

Miguel Angel Bastenier


Entre los títulos publicados con motivo de la próxima celebración en Cádiz de los 200 años de la promulgación de La Pepa, llama la atención la obra Era cuestión de ser libres, de Miguel Ángel Cortés y Xavier Reyes Matheus, que establece interesantes paralelismos en la evolución política del liberalismo hispánico a ambas orillas del Atlántico, cuando hoy América Latina, pero también España, rebuscan su lugar en el mundo.
El liberalismo político pugna por establecerse en la Península y sus antiguas colonias durante los siglos XIX y XX, sin que esa trayectoria que recorre, también en ambos casos, graves episodios dictatoriales, pueda decirse que haya tocado a su fin. América Latina está viviendo una tentativa de redefinición entre populista y revolucionaria, que alguno de sus protagonistas ha bautizado de bolivariana, y en la propia España, la desafección nacional de Cataluña constituye no solo una aspiración independentista, sino una propuesta de reestructuración del Estado español. En lo único en lo que están probablemente de acuerdo todos los que son legalmente españoles es en el mantenimiento de la Liga de fútbol.
Cuando menos tres concepciones, básicamente incompatibles entre sí, se postulan ante la ciudadanía latinoamericana. Una, de corte clásico, a la que es posible llamar de renovación, tiene como objetivo estabilizar la versión poseuropea de América, con todos los matices diferenciadores del caso como sería la sustitución del Atlántico por el Pacífico como mar de futuro, y el señuelo de China como plataforma económica para la modernización. Colombia, México, Perú y Chile son los grandes catecúmenos de esta redefinición, tanto fiel como renovadora de la relación fundacional entre Europa y América Latina.
Un segundo bloque se apunta a lo que cabría llamar innovación, aunque sus adeptos prefieran el término mucho más concluyente de revolución. Son los bolivarianos, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, bajo la nebulosa advocación de La Habana, que en su empeño por crear el “socialismo del siglo XXI” pero sin erradicar por completo un liberal-capitalismo obediente, parece querer imponer lo que el politólogo argentino Juan José Sebreli calificaba en la obra citada de “idea autoexótica” de sí mismos. El instrumento por el que supuestamente se instalaría ese socialismo con fecha sería la “democracia participativa”, por medio de la cual el presidente venezolano Hugo Chávez espera congregar todos los poderes en su mano, sin desmantelar por ello estructuras de carácter democrático como partidos, elecciones, y un cierto margen de libertad de expresión. Algo así como un Gobierno autoritario por aparente consentimiento del votante.
Y, finalmente, una auténtica revolución apoyada de nuevo en la elocuencia del sufragio, como es la planteada por Evo Morales en Bolivia, y que consiste en una reinvención del indígena, que en el libro mencionado se califica de “tan falsa como el indio que creó la fantasía del conquistador europeo en el siglo XV”; una construcción que niega las consecuencias del mestizaje y de toda la hibridación acaecida, especialmente en el mundo andino, durante los siglos de colonia e independencia. Algunos de sus protagonistas pueden incluso sentir “la vanidad del odio a sí mismo”, a lo blanco o a lo solo medio indígena, lo que quien quiera hacerlo podría apreciar en figuras como la del vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, criollo que apuesta por “meterse a indio”.
Si el estadista conservador español Antonio Cánovas del Castillo, como también recoge la obra, dijo que “la política es el arte de aplicar aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible”, el líder chavista lo que pretende es crear por encima de todo esas circunstancias, y el presidente boliviano, destruir las que lo hagan imposible. El legado hispano-europeo que se mantenía con retoques en el caso de la renovación; que no desaparecía pese a los notables implantes realizados por el chavismo en el de la innovación, se convierte en el caso de la revolución en categoría a extinguir.
El libro es un discurso, un panfleto como género político-literario, una apología irrestricta del liberalismo político y económico, defensor de un eurocentrismo hispánico, contrario a todo multiculturalismo, que aspira, finalmente, a ver el triunfo absoluto de las ideas liberales en ambas orillas del Atlántico. El momento para ello puede ser definitorio con las elecciones del 7 de octubre en Venezuela, en las que la renovación de Henrique Capriles se enfrenta a la innovación de Hugo Chávez, y en Europa el neoliberalismo exacerbado debe tener algo que ver con el desastre económico que vivimos. Un paralelismo de acción-reacción conmueve a todo el mundo hispánico.
(tomado de El País, Madrid)

EL PODER DE LA IDENTIDAD

J. I. Torreblanca

A un lado, el mundo árabe y musulmán en pie de guerra contra Estados Unidos y Francia por los videos y viñetas sobre Mahoma. A otro, China y Japón sacando pecho patriótico y ejercitando el músculo naval a costa de unos minúsculos islotes. Vuelven las identidades y llaman a rebato, haciendo saltar por los aires los delicados equilibrios construidos a costa de mucho tiempo y esfuerzo. Dentro de EE UU, se acusa a Obama y a su política de mano tendida al mundo árabe y musulmán de ser una reedición en versión islamista del apaciguamiento practicado por Chamberlain y Daladier contra el totalitarismo nazi. Al tiempo, en muchos países musulmanes se pide también firmeza contra lo que describen como una agresión sistemática a su religión desde Occidente. Dentro de China los hay que piensan que ha llegado la hora de poner fin al “ascenso pacífico” y ejercer como la gran potencia que es. Mientras, en Japón también se critica al Gobierno por mirar hacia otro lado y dejar que los chinos se crezcan. No son mayoría, pero gritan más, y su mensaje es siempre el mismo: principios sacrosantos, identidades amenazadas, agravios históricos, humillaciones intolerables, líneas rojas...
El resurgir de la identidad pone en entredicho dos supuestos centrales sobre los que construimos nuestras expectativas sobre el orden internacional. Por un lado, tendemos a dar por hecho que vivimos en un mundo interdependiente económicamente donde los actores se comportan racionalmente con el fin de maximizar los beneficios materiales que se derivan de esa interdependencia. Siendo esto cierto, no se puede ser tan ingenuo como para pensar que los beneficios económicos que trae la globalización son suficientes por sí solos para garantizar la paz entre los Estados. Como vimos en 1914, la interdependencia económica no logró frenar la escalada hacia la Primera Guerra Mundial, sino que incluso la aceleró. En Europa, en Asia, vemos con preocupación cómo los nacionalismos y las fricciones económicas entre países se retroalimentan mutuamente.
El otro supuesto que queda en entredicho por este resurgir de la identidad tiene que ver con la democracia. Se suponía que una vez desaparecida la URSS, no había ninguna forma alternativa de organización política a la democracia. Y es en gran parte cierto. El Islam no es una alternativa a la democracia: la única teocracia que merece tal nombre, Irán, es un fracaso que nadie ha querido replicar y que sobrevive sólo a cuenta de su capacidad de manipular la hostilidad exterior. ¿Y qué decir de China, donde los manifestantes antijaponeses portan un retrato de Mao, mantenido como icono por el régimen a pesar de que su gran salto adelante y su revolución cultural costaran la vida a millones de chinos?
También de modo ingenuo, solemos pensar que la interdependencia llevará al bienestar económico y que este traerá el progreso político. Y puede que históricamente sea cierto, pero los baches y altibajos de esa relación son demasiado profundos y están demasiado llenos de victimas como para pensar que se trata de un proceso automático. Como Rusia o China muestran, el nacionalismo puede lograr que la emergencia de una clase media y una economía desarrollada sean condiciones necesarias, pero no suficientes, para la aparición de la democracia.
Que la democracia no tenga alternativa no quiere decir que no tenga enemigos. El nacionalismo y la religión, en sus formas extremas, son los principales. Y ahí es donde comienza la paradoja. Porque a pesar de que el liberalismo no asignara ninguna importancia a las identidades, hoy sabemos que un sentimiento de identificación colectivo (sea religioso o nacional) puede ser fundamental para asegurar la cohesión social y el buen funcionamiento de un sistema político. Las sociedades homogéneas, étnica o religiosamente, tienen menos problemas para alcanzar acuerdos inter o intrageneracionales, es decir, para sostener a sus mayores, garantizar la igualdad de oportunidades a sus jóvenes y ejercer la solidaridad entre clases sociales o territorios. Pero a su vez, se prestan más a la manipulación de esos sentimientos de identificación. En una sociedad plural, religiosa o étnicamente, el poder suele estar repartido y los acuerdos suelen requerir procesos largos y amplios consensos. Los Países Bajos son quizá la mejor prueba de cómo un país que, en razón del solapamiento de las diferencias religiosas con las geográficas, no debería existir, ha logrado una convivencia ejemplar entre católicos y protestantes. Al otro lado del globo, Malaisia nos demuestra de qué forma es posible alcanzar una convivencia de musulmanes, chinos e indios con umbrales de tolerancia recíproca muy elevados. De Estados Unidos a China, pasando por Japón o Egipto, la identidad puede ser, a la vez, un pegamento social y un disolvente de la convivencia. Por eso es un factor de poder imposible de obviar.
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