Tulio Hernandez
Si nos tomamos en serio su prédica insistente sobre la guerra civil que inevitablemente ocurrirá en Venezuela si llegase a perder las elecciones del próximo 7 de octubre, todo parece indicar que el teniente coronel que nos gobierna desde hace catorce años se prepara para salir de la escena política venezolana de la misma manera como entró. Echando tiros.
Matando gente.
Porque Hugo Chávez, no debemos olvidarlo, entró en la escena política nacional no por el camino paciente y democrático de la lucha sindical, como Lula; ni por la disciplina partidista en la izquierda democrática chilena, como Bachelet; ni siquiera por el activismo partidista de la izquierda extrema tupamara que enfrentaba otra dictadura militar, como Pepe Mujica.
Hugo Chávez se formó conspirando en la oscuridad de los cuarteles, hizo su aparición pública una noche de felonía conduciendo como Pérez Jiménez contra Gallegos en 1948 un golpe de Estado brutal, sangriento y por suerte fallido, para derrocar un gobierno que, nos gustara o no, había sido elegido democráticamente por los venezolanos. Y en poco tiempo, exactamente seis años después, se hallaba gobernando en Miraflores.
Lo que quiere decir que Hugo Chávez tomó un atajo y no logró realizar el aprendizaje indispensable para ejercer la primera magistratura en democracia que se hace a través del activismo en partidos políticos, gremios y sindicatos, y en el ejercicio de cargos públicos. Nunca el hombre de Sabaneta se lanzó en una plancha para dirigir un sindicato o un partido, jamás fue concejal, alcalde, ministro o gobernador. Pasó de una institución en donde las relaciones básicas son mandar y obedecer, tuvo una breve pasantía por la cárcel y así, como un empleado raso que de improviso lo nombran presidente de una empresa trasnacional, aterrizó sin experiencia civil en la Presidencia de la República.
Por eso, porque su entrenamiento personal es inminentemente militar, y su mitología heroica personal profundamente guevarista, las palabras "guerra", "armada" y "muerte" han formado parte sustancial de su discurso. Chávez no sólo intentó un golpe. Desde la cárcel, unos meses después, apoyó otro que terminó bombardeando cobardemente la propia escuela donde los aviadores felones estudiaron.
Y de nuevo fracasó. Pero no abandonó la pasión bélica.
Las elecciones las ha llamado "batallas"; los equipos de vigilancia electoral, "patrullas"; uniformó a los ministros y seguidores; obligó a militares y civiles a gritar: "Patria, socialismo o muerte"; amagó con declararle muchas veces la guerra al imperio norteamericano; entrenó poblaciones y realizó simulacros de cómo resistirían a los marines; creó una milicia fuera de la Fuerza Armada colocada bajo su tutela personal y, sin consultar a la Asamblea Nacional ni al país, declaró la inminencia de una guerra con Colombia y movilizó tropas a la frontera con el Norte de Santander.
Ahora, catorce años después de que los avatares de la historia le permitieron llegar a Miraflores por la vía electoral, disminuido físicamente, asediado por el desencanto de quienes alguna vez creyeron en sus promesas y por el crecimiento irrefrenable de Henrique Capriles, su cada vez más joven contendor, el Presidente saliente como le califica una buena parte del país, desde su camarote VIP en el Titanic, a pocas semanas del inminente choque con el iceberg, y sin posibilidad de cambiar el rumbo, comienza a acariciar de nuevo el fuego pastoso del traqueteo de las ametralladoras como camino para garantizar, ya no su entrada, sino su permanencia el poder.
Pero, aunque el jefe único lo quiera, guerra civil no habrá.
Para que haya guerra civil son necesarios dos bandos armados. Y los demócratas venezolanos ni lo estamos ni lo estaremos. Defenderemos nuestro triunfo en la calle. Como nos enseñaron Gandhi y Mandela. Entonces lo único que le queda al jefe militar a mano es otro golpe de Estado, el tercero.
García Márquez inmortalizó la historia de un coronel que no tenía quien le escribiera.
Hugo Chávez lo hará con la anécdota de un teniente coronel que nunca peleó una guerra, pero las fue perdiendo todas.
Matando gente.
Porque Hugo Chávez, no debemos olvidarlo, entró en la escena política nacional no por el camino paciente y democrático de la lucha sindical, como Lula; ni por la disciplina partidista en la izquierda democrática chilena, como Bachelet; ni siquiera por el activismo partidista de la izquierda extrema tupamara que enfrentaba otra dictadura militar, como Pepe Mujica.
Hugo Chávez se formó conspirando en la oscuridad de los cuarteles, hizo su aparición pública una noche de felonía conduciendo como Pérez Jiménez contra Gallegos en 1948 un golpe de Estado brutal, sangriento y por suerte fallido, para derrocar un gobierno que, nos gustara o no, había sido elegido democráticamente por los venezolanos. Y en poco tiempo, exactamente seis años después, se hallaba gobernando en Miraflores.
Lo que quiere decir que Hugo Chávez tomó un atajo y no logró realizar el aprendizaje indispensable para ejercer la primera magistratura en democracia que se hace a través del activismo en partidos políticos, gremios y sindicatos, y en el ejercicio de cargos públicos. Nunca el hombre de Sabaneta se lanzó en una plancha para dirigir un sindicato o un partido, jamás fue concejal, alcalde, ministro o gobernador. Pasó de una institución en donde las relaciones básicas son mandar y obedecer, tuvo una breve pasantía por la cárcel y así, como un empleado raso que de improviso lo nombran presidente de una empresa trasnacional, aterrizó sin experiencia civil en la Presidencia de la República.
Por eso, porque su entrenamiento personal es inminentemente militar, y su mitología heroica personal profundamente guevarista, las palabras "guerra", "armada" y "muerte" han formado parte sustancial de su discurso. Chávez no sólo intentó un golpe. Desde la cárcel, unos meses después, apoyó otro que terminó bombardeando cobardemente la propia escuela donde los aviadores felones estudiaron.
Y de nuevo fracasó. Pero no abandonó la pasión bélica.
Las elecciones las ha llamado "batallas"; los equipos de vigilancia electoral, "patrullas"; uniformó a los ministros y seguidores; obligó a militares y civiles a gritar: "Patria, socialismo o muerte"; amagó con declararle muchas veces la guerra al imperio norteamericano; entrenó poblaciones y realizó simulacros de cómo resistirían a los marines; creó una milicia fuera de la Fuerza Armada colocada bajo su tutela personal y, sin consultar a la Asamblea Nacional ni al país, declaró la inminencia de una guerra con Colombia y movilizó tropas a la frontera con el Norte de Santander.
Ahora, catorce años después de que los avatares de la historia le permitieron llegar a Miraflores por la vía electoral, disminuido físicamente, asediado por el desencanto de quienes alguna vez creyeron en sus promesas y por el crecimiento irrefrenable de Henrique Capriles, su cada vez más joven contendor, el Presidente saliente como le califica una buena parte del país, desde su camarote VIP en el Titanic, a pocas semanas del inminente choque con el iceberg, y sin posibilidad de cambiar el rumbo, comienza a acariciar de nuevo el fuego pastoso del traqueteo de las ametralladoras como camino para garantizar, ya no su entrada, sino su permanencia el poder.
Pero, aunque el jefe único lo quiera, guerra civil no habrá.
Para que haya guerra civil son necesarios dos bandos armados. Y los demócratas venezolanos ni lo estamos ni lo estaremos. Defenderemos nuestro triunfo en la calle. Como nos enseñaron Gandhi y Mandela. Entonces lo único que le queda al jefe militar a mano es otro golpe de Estado, el tercero.
García Márquez inmortalizó la historia de un coronel que no tenía quien le escribiera.
Hugo Chávez lo hará con la anécdota de un teniente coronel que nunca peleó una guerra, pero las fue perdiendo todas.
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