LUIS PEDRO ESPAÑA
EL NACIONAL
Cuando los estrategas de campaña de los demócratas colocaron en un video las megalómanas semejanzas entre Chávez y Trump lo único que lograron, visto por los resultados finales, fue la ira de la mala estudiante de Trabajo Social que tenemos por canciller. Pero más allá de las pataletas, era cierto, ambos personajes representan una misma y muy mala cosa que se reafirma como la gran amenaza para las democracias del mundo: el populismo.
No importa el nivel de desarrollo alcanzado, la tradición democrática de los pueblos, el promedio de instrucción pública o una amplia libertad de expresión. El populismo, eso que podría definirse como las promesas y ejercicios gubernamentales de líderes irresponsables que menosprecian a sus pueblos, no se alimenta de las virtudes civilizatorias, sino de todo lo contrario, de las mezquindades de su frustración. La atracción populista crece y se fortalece desde la imposibilidad que tienen los que se evalúan como perdedores relativos del sistema de explicarse el porqué de sus límites materiales o de su propia infelicidad.
Los votantes de Trump son grupos enteros que se creían poseedores de un mejor destino, y que ven con frustración lo escaso de sus logros o el derrumbe de sus aspiraciones. Entendámonos bien, la tierra fértil para el populismo no es la pobreza, puede que incluso tampoco la desigualdad. El mensaje simplón y vengador que atrapa las preferencias del electorado populista es la percepción y la evaluación de la propia situación como un infortunio, que poco o nada tuvo que ver con sus acciones.
El populismo es una oferta para vencidos que suponían la gloria dada e inminente. Eso es lo que atrae a las grandes mayorías de frustrados a dejarse embaucar por las autocomplacientes explicaciones que señalan en otros (inmigrantes, musulmanes, latinos, trasgresores y gente tachada como malsana en general) la responsabilidad de los fracasos que, en el caso norteamericano, es mayoritariamente, pero no en exclusiva, de los blancos, anglosajones y protestantes autoproclamados herederos de los fundadores de la gran potencia.
Tal y como nos ocurrió a nosotros en Venezuela, el asalto al poder de un líder populista, luego del shock inicial y la sensación de tragedia política por parte de quienes adversamos estos movimientos, es la constatación de que tales líderes realmente no son ni causa ni constructores de nada, son el simple y terrible síntoma de algo que no marcha muy bien en nuestras sociedades, de un cáncer que comenzó a manifestarse recordándonos que, como ocurre con la enfermedad fisiológica, el asunto es muy grave porque no se detectó a tiempo.
En el caso venezolano, como bien sabemos, fue la acumulación de la frustración de un pueblo pobre que se creía sentado sobre una riqueza inconmensurable. La corrupción, el simplismo de algo mal repartido, fue la explicación que necesitó el pueblo para liberarse de complejidades interpretativas o de responsabilidades dolorosas.
Trump ha hecho algo similar con los frustrados (más que empobrecidos) sectores tradicionales de ese basto país. Les dio una interpretación a sus desdichas, lanzándolos en contra de los diferentes, de aquellos a los que sus prejuicios consideran inferiores. Les dio una solución, tan sencilla como falsa, donde poder esconder sus errores y debilidades. Ellos, sentados en sus cómodas mecedoras heredadas de sus padres colonizadores y pioneros, vieron sin poder asimilarlo cómo una raza de inmigrantes, teniendo la penuria de sus países de origen como incentivo, se hicieron con los signos de progreso que suponían les estaba reservado.
El norteamericano tradicional necesitaba su vengador, así como en su momento la empobrecida clase media venezolana necesitó el suyo. Nosotros llevamos 18 años cargando con sus secuelas, los norteamericanos recién comienzan.
Obviamente, las similitudes hechas no son tan exactas. Nos sirven como recurso didáctico para poner de bulto el fétido alimento de los populismos. Sus consecuencias, claro está, dependerán de los contextos, del medio institucional social y estatal al que se enfrentan. La línea de defensa que tendrá la sociedad norteamericana para controlar los daños de las locuras de su recién electo líder populista son sus instituciones, las bases constitucionales y las lecciones republicanas que los padres fundadores de esa nación aplicaron en el Nuevo Mundo para la sorpresa y puede que envidia de la Europa que las inventó.
La contención de la “frustración blanca”, así podríamos llamar esta oscura hora en la historia de Estados Unidos, seguramente serán las instituciones y la tradición democrática que crearon sus padres. Como reza la maldición china, vienen tiempos interesantes y lo serán para todos, por tratarse de un populismo en el Imperio
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