RAUL FUENTES
Puede que tenga razón Ricardo Hausmann al sostener, en declaraciones suministradas a El País de España hace una semana, que «la oposición venezolana no está preparada para luchar en dictadura, sino en democracia». Quizá ya nadie ponga en duda que el régimen de libertades, basado en la separación y autonomía de los poderes públicos, feneció cuando el eterno tildó de moribunda la Constitución sobre la que (per)juró impulsar las transformaciones necesarias para que la nación tuviese «una carta magna adecuada a los nuevos tiempos», un proyecto prêt à porter que en vez de adentrarnos en el siglo XXI nos retrotrajo al XIX, y que, tras casi dos décadas de ensayos fatalmente devenidos en mayúsculos errores, nos ha mostrado la ominosa fealdad de su rostro absolutista. ¿Será que el liderazgo opositor actúa apegado a los manuales de urbanidad y educación cívica, creyendo que los buenos modales bastan para poner término a la barbarie? Eso podría funcionar en la muy sincronizada y democráticamente cronometrada Confederación Helvética; pero, ya lo dijo no recuero cuál presidente, ¡no somos suizos!
Leyendo las declaraciones de Hausmann, recordé una descripción de las dictaduras que debemos a Jorge Luis Borges y estimo pertinente citar y glosar: «Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y muera prefijados, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez». Vale la pena examinar en detalle este diagnóstico, ya que pareciera derivar de una auscultación del gobierno tutelado por La Habana –no sabemos si de Maduro, Padrino, o un tercero a la sombra, claro, del «mesmésemo» fantasma vengador y errante de La Planicie–, al que habría que oponer una resistencia más enérgica y menos retórica.
Que “las dictaduras fomentan el oprobio” no se cuestiona. En el patio, infamia e ignominia son los ejes del discurso oficial; un discurso plagado de epítetos y denuestos que no solo es insuficiente para convencer, sino que pone de bulto la penuria intelectual de quienes lo desarrollan: dogmáticos e intransigentes defensores de un pasado imperfecto y desechable que, con las neuronas alborotadas por consignas huecas aprendidas en deleznables panfletos, recurren a falacias ad hominem creyendo que al deshonrar al oponente refutan sus posturas. No hay que darle muchas vueltas al asunto: somos víctimas del oprobio porque es consustancial al régimen. Y no es preciso cuadrar el círculo para demostrar que “las dictaduras fomentan el servilismo”: basta mirar las telecadenas de Maduro o las fotos que reparte Villeguitas para ver a un puñado de lambucios disputándose el favor rojo, ¡qué desfachatez! Es elocuente la reciente aparición, al lado de Nicolás, de un empresario ronero y fanático del rugby, descendiente de un cónsul austríaco que deslumbró a una prima del Libertador (hija de José Félix Rivas) con el uniforme de su oficio –casaca ricamente bordada, tricornio y espadín–, cuando, presa del culillo en razón de unos tiros que sonaron por donde paseaba cual emperifollado pavo real, se refugió en el zaguán de su casa –el chisme quiere que la dama haya exclamado: ¡un príncipe!– y de allí salió con los ojos puestos en la dote: las feraces tierras de una hacienda tenida entre las más apetecidas de los Valles de Aragua. Como el empresario en lisa, cuyo comportamiento dista leguas del bajo perfil caro a sus mayores, otros oportunistas y aprovechadores confirman el aserto borgiano, al extender las manos y recibir un cheque a cambio de su genuflexión.
“Las dictaduras fomentan la crueldad”. La dictadura venezolana lo hace de manera exponencial, a través de sus brutales cuerpos de seguridad y bandas armadas, de la venalidad y prevaricación de su obedientes y bien amaestrados juececillos falderos y, sobre todo, de la discriminación y exclusión inherentes al sectarismo y las consecuentes prácticas clientelares que colocan al borde de la indigencia a millones de venezolanos. Aunque Borges no lo menciona, no debemos pasar por alto que las dictaduras fomentan la corrupción. En todos los niveles y por todos los caminos –desde el narcotráfico puro y duro a las millonarias coimas a ritmo de la samba Odebrecht–, procurando siempre consensuar una tácita complicidad entre altos cuadros (militares y civiles) que contribuya a blindarlas, porque mientras más gente coma de la torta y se engolosine con ella, más difícil será acabar con la manguangua; sucede, no obstante, que el despotismo suele incubar los gérmenes de su propia destrucción.
Ricardo Hausmann tendría apenas 2 años cuando fue derrocado Marcos Pérez Jiménez. A los que tienen edad para recordar los acontecimientos previos a su huida –el plebiscito, el nombramiento del general Prato en el despacho de Educación y, claro, la insurgencia aérea de año nuevo–, no les sorprendió del todo el ulular de las sirenas durante el inútil toque de queda que se decretó a objeto de minimizar el impacto de la huelga general de los días 21 y 22 de enero de 1958; huelga promovida por un frente unitario de cuyo arrojo se hizo eco una oficialidad, tan asfixiada por el autoritarismo como la sociedad civil, que procedió como se esperaba de ella. No hay que hacer cursos de especialización para aprender a batallar contra el totalitarismo ni creer que una sanción moral de la OEA pueda materializarse en soluciones inmediatas a la crisis nacional. La unidad y una estrategia política de alto vuelo creativo para superar los obstáculos que, a cada paso de la oposición, siembran el TSJ y el CNE –no el diálogo imposible que aún aconsejan figurones interesados en mantener el statu quo– son las armas a esgrimir si, efectivamente, queremos salir del atolladero. ¿Queremos? Si la respuesta es afirmativa, entonces, podremos.Sigamos con Borges: “Más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez”. En más de un sentido: los despropósitos de la política exterior nicochavista y el obsceno exhibicionismo de la canciller (escribir cancillera da grima) son ejemplos de tal aseveración; sin embargo, la estupidez no afecta en exclusiva a quienes ejercen el mando: a menudo es contagiada a sus antagonistas. Se ha instalado en el proceder de radicales puristas y escrupulosos que, señalando yerros de la MUD y obviando sus aciertos, promueven frentes y movimientos de signo negativo para restar y dividir, en sintonía con lo que buscan los hegemones, a fin de que sus partidarios sigan siendo «botones que balbucean imperativos» y, gritando sus «vivas y mueras prefijados», continúen, disciplinadamente, «usurpando el lugar de la lucidez».
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