lunes, 10 de diciembre de 2018

El doctor Chirinos



                                           

Los discursos del delictuoso siquiatra en ‘Sangre en el diván’ se parecen a los del comandante Chávez, volcando una lluvia de injurias contra la corrupta democracia y prometiendo el paraíso a sus creyentes
Por su prontuario, su narcisismo, sus delirios y sus crímenes parece un hombre inventado, pero el doctor Edmundo Chirinos existió y los españoles que van al teatro acaban de comprobarlo viendo en escena el espectáculo Sangre en el diván que dirige y protagoniza el director y actor venezolano Héctor Manrique.
En el monólogo de hora y media que mantiene al público sobrecogido y medio ahogado por las carcajadas, el propio doctor Chirinos nos cuenta su odisea: fue psiquiatra, rector de la Universidad Central de Venezuela, miembro de su Asamblea Constituyente, candidato a la presidencia lanzado por el Partido Comunista, y tuvo entre sus pacientes nada menos que a tres presidentes de la república: Jaime Lusinchi, Rafael Caldera y el comandante Hugo Chávez. Hombre influyente y poderoso, por su consultorio pasaron miles de pacientes, de los que abusó con frecuencia e incluso asesinó, como a la estudiante Roxana Vargas, un crimen por el que estuvo en la cárcel sus últimos años de vida.
Lo más extraordinario del espectáculo tal vez no sea la espléndida recreación que hace de semejante personaje Héctor Manrique, vistiéndose y desvistiéndose, cantando, bailando y delirando sin tregua, exhibiendo su egolatría y desmesura hasta extremos descabellados, sino que todo aquello que dice el doctor Chirinos en el escenario lo dijo de verdad a una periodista, Ibéyise Pacheco, que lo grabó y publicó luego en un libro que lleva el mismo título de la obra de teatro, adaptada y dirigida por el propio Héctor Manrique.
A Héctor lo conocí hace ya una punta de años, en Caracas, porque dirigió una obra mía, Al pie del Támesis —un bello montaje, diré al pasar—, que llevó luego a Colombia. El comandante Chávez solo comenzaba la obra de demolición de una Venezuela cuya vida cultural fosforecía aún por su diversidad y riqueza. No sólo el teatro, también la danza, la pintura, la música y la literatura. Pero el país vivía un peligroso encandilamiento con el militar golpista, cuyo levantamiento contra el gobierno legítimo de Carlos Andrés Pérez había sido reprimido por un Ejército leal a las leyes y a la Constitución. Como es sabido, el comandante sedicioso, en vez de ser juzgado, fue indultado por el presidente Rafael Caldera y se convirtió al poco tiempo en un líder popular que arrasó en las elecciones.
A mí me costaba trabajo entenderlo. ¿Cómo un país que había sufrido dictaduras tan feroces en el pasado y que había luchado con tanta hidalguía contra el régimen espurio de un Marcos Pérez Jiménez podía caer rendido ante la demagogia de un nuevo caudillito matonesco, inculto y mal hablado? Con una excepción, sin embargo: los intelectuales. Ellos fueron mucho más lúcidos que sus compatriotas. Con pocas excepciones —apenas cabrían en una mano—, se mantuvieron en la oposición o al menos guardando una distancia prudente, sin participar en el embelesamiento colectivo, en la absurda creencia, tantas veces desmentida por la historia, de que un hombre fuerte podía resolver todos los problemas sin los enredos burocráticos de la inepta democracia.
La Venezuela de aquellos años, con sus grandes exposiciones, sus festivales internacionales de música y de teatro, con sus editoriales flamantes, sus museos y sus encuentros y congresos que atraían a Caracas a los pensadores, escritores y artistas más celebrados en el mundo, ahora está muerta y enterrada. Y tardará muchos años e ingentes esfuerzos resucitarla.
Los discursos que regurgita ante el público en Sangre en el diván el delictuoso doctor Edmundo Chirinos se parecen mucho a los del comandante Chávez, volcando una lluvia de injurias contra la morosa y corrupta democracia y prometiendo el paraíso inmediato a sus creyentes. A los venezolanos que le creyeron les ha ido tan mal como a los encandilados pacientes del psiquiatra que terminaban dejando su sangre en el diván. Muchos de ellos comen ahora sólo lo que encuentran en las basuras.
La obra que interpreta Héctor Manrique no ha sido prohibida en Venezuela —por el contrario, lleva cuatro años en cartelera y muchas decenas de miles de espectadores—, acaso porque los censores son menos perceptivos que lo que exigiría su triste oficio, y, también, porque, a primera vista, Sangre en el diván podría parecer un caso aparte, el de un individuo fuera de lo común, la muy famosa excepción a la regla, el “mirlo blanco”.
Sin embargo, no es así. Mucho de lo que después iría a ocurrir en Venezuela se muestra, resumido en el escenario, en la siniestra odisea del doctor Edmundo Chirinos, su poder acumulado a partir del fraude y su locuacidad enfermiza. Renunciar a la razón puede dar frutos extraordinarios en los campos de la poesía, la ficción y el arte, como lo sostuvieron el surrealismo y otros movimientos de vanguardia. Pero abandonarse a la sinrazón, a lo puramente emotivo y pasional, es peligrosísimo en la vida social y política, un camino seguro a la ruina económica, a la dictadura, en fin, a todos esos desastres que han llevado a uno de los países más ricos del mundo a ser uno de los más pobres y a ver a millones de sus habitantes lanzarse al exilio, aunque sea andando, para no morirse de hambre.
De nada de eso hablamos con Héctor Manrique cuando bajé a los camerinos del teatro a darle un abrazo y a felicitarlo. Le pregunté si es cierto que no hay una palabra en su monólogo que no dijera de verdad el doctor Chirinos, y me confirmó que es así, y me presentó además a Ibéyise Pacheco, que fue quien lo entrevistó, durante muchas horas, en la celda de la cárcel donde el asesinato de una paciente lo tenía confinado. Con Héctor me hubiera gustado recordar aquellos años hermosos en que la literatura y el teatro nos parecían las cosas más importantes del mundo, y también parecía creerlo así toda Venezuela, por las revistas culturales que aparecían cada semana, y la cantidad de nuevos escritores y artistas y compañías de teatro y de conciertos que surgían y disputaban las noches de Caracas. Aquello no sólo ocurría en la capital, también en el interior del país, donde aparecían nuevas universidades y nuevos artistas. Venezuela entera parecía recorrida entonces por una avidez frenética de cultura y creatividad. Y recordar a grandes amigos que ya no están más, como Salvador Garmendia o Adriano González León, el autor de País portátil, una magnífica novela, que, me dicen, cayó súbitamente muerto en el bar donde tomaba siempre la última copita, y de aquel grupo revoltoso de jóvenes, El Techo de la Ballena, que sembraron Caracas de escándalos anarquistas.
Lo único bueno de las dictaduras es que, aunque provocan desastres, siempre mueren. Con el paso del tiempo, su recuerdo se va empobreciendo y, a veces, los pueblos que las padecen llegan a olvidarse que las padecieron. Pero dudo que ocurra muy pronto con la que ha convertido a Venezuela en un país que no es ni sombra de aquel que conocí a mediados de los años sesenta. Ojalá que el horror que ha vivido todos estos años, convertida poco menos que en uno de los sanguinarios delirios del doctor Edmundo Chirinos, la preserve en el futuro de volver a renunciar a la razón y a la sensatez, que en política son la única garantía de no perder la libertad.

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