ENRIC GONZALEZ
EL PAIS
El fascismo puede definirse de muchas maneras, todas ellas parciales. Según la época y el lugar, ha consistido en el secuestro del Estado por parte de intereses privados, o en el encuadramiento de la sociedad dentro de un esquema cuartelario, o en la creación de mecanismos más o menos brutales para eliminar el disenso frente al poder. A veces estas características se combinan. En general, el fascismo requiere de un líder carismático. Pero no siempre. Un régimen puede parecer fascista sin serlo: la Argentina de Perón. Y puede ser fascista sin parecerlo: el Portugal de Oliveira Salazar. El fascismo da para muchas elucubraciones.
Quizá la esencia del fascismo consista en algo bastante simple: una reacción agresiva de la mayoría contra las minorías. Las mayorías, por supuesto, son algo contingente. No existen de por sí. Hay que crearlas o al menos conformarlas, y para eso es necesario encontrar sentimientos que muchos puedan compartir (el fascismo no se basa en ideas, sino en sentimientos) y azuzarlos al máximo. El miedo, la raza, la patria, la bandera, la religión, la frustración, el pasado (en este caso casi como antónimo de la historia): elementos que no resisten un análisis somero y que a la vez pueden suscitar violentas emociones colectivas.
Las causas de que el fascismo esté en auge dan para una enciclopedia. Desde los disparates fiscales del neoliberalismo hasta la angustia ante la revolución tecnológica y la destrucción del trabajo como valor, desde el envilecimiento de ciertas élites hasta la glorificación del egoísmo, desde los cambios provocados por la mundialización y los movimientos migratorios hasta el debilitamiento de las instituciones nacionales frente a nuevas instituciones internacionales que no han logrado ser lo bastante eficaces y lo bastante representativas. Miles de académicos se ganarán la vida durante siglos estudiando por qué ocurrió lo que empieza a ocurrir ahora.
Volvamos a lo más simple: mayoría contra minorías. El fascismo de hoy no se proclama fascista sino democrático, en parte porque la palabra “fascismo” sigue provocando un amplio rechazo y en parte porque apela a una de las definiciones de la democracia, la más parcial, tan parcial que roza la falsedad: el gobierno de la mayoría. El abuso del término “democracia” (que, como suele recordarse, jamás aparece en una Constitución tan eficiente como la que elaboraron los Padres Fundadores de Estados Unidos) ha difuminado el concepto liberal acuñado durante los dos últimos siglos: un sistema que permite el gobierno de la mayoría y a la vez garantiza los derechos de las minorías.
La izquierda, sea lo que sea eso, debería preguntarse por qué lleva décadas articulando su proyecto en torno a las minorías. Precisemos: en torno a un proceso de creación, exaltación y radicalización de minorías que, llevado al absurdo (y en el absurdo estamos), genera un mosaico de piezas imposibles de ensamblar. ¿Cómo va a ser posible componer ese rompecabezas, si cada pieza compite con la otra por un mismo espacio y tiene objetivos incompatibles con los de la pieza de al lado?
El fascismo que viene cuenta con la capacidad de destruir la democracia en nombre de la democracia. Como en otras ocasiones, solo puede ser derrotado por una mayoría que defienda los delicados y esquivos principios de la convivencia. En otras ocasiones fue imposible componer esa mayoría. Parece que hoy tampoco.
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